Teología Católica: Una introducción

Cajetan Cuddy, O.P.

August 15, 2024

El párrafo inicial del Catecismo de la Iglesia Católica resume toda la vida cristiana y, por tanto, la finalidad de la teología católica:

Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción y, por tanto, los herederos de su vida bienaventurada. (CIC 1)

Es difícil sobreestimar el significado profundo de la primera palabra del Catecismo. Como resumen autorizado de la fe y la moral católicas (CIC 11), el Catecismo comienza por Dios. ¿Por qué? Dios es el principio y el final de la doctrina cristiana. Asimismo, Dios es el centro de la teología sagrada. Una vida cristiana sin Dios es imposible. Más aún, la teología católica sin Dios es ininteligible.

Con estas palabras cuidadosamente escogidas y ordenadas, el Catecismo subraya el hecho de que Dios es «infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo». Dios no sufre ningún tipo de necesidad o privación. Él es la perfección. Así pues, la existencia de las criaturas no tiene su origen en ninguna insuficiencia que esté dentro de Dios. Más bien, todas las criaturas —incluidas las racionales, ya sean hombres o ángeles— proceden del «designio de pura bondad» de Dios. Las criaturas existen porque Dios es infinitamente bueno.

Dios creó para compartir su bondad con sus criaturas. No creó para recibir algo de lo que carecía. Él «ha creado libremente al hombre que tenga parte en su vida bienaventurada». La sabiduría amorosa de Dios explica la creación de la persona humana. Además, su sabiduría buena y amorosa es una parte intrínseca de las estructuras inherentes de la creación en general y de la naturaleza de la persona humana en particular. Puesto que Dios creó al hombre para compartirse con él, «en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre».

No hay barreras entre Dios y la persona humana. La fe cristiana niega cualquier concepción de Dios que postule una distancia espacial o afectiva entre Dios y las criaturas. El Dios que crea sustenta la creación en su existencia. La fe cristiana rechaza de plano las concepciones deístas de la deidad y de la creación: Dios no es un relojero ausente.

En consecuencia, Dios «llama [al hombre] y le ayuda a buscarlo, a conocerlo y a amarle con todas sus fuerzas». Dios se hace presente de tal modo a sus criaturas que permite a las personas humanas no solo ser conocidas o amadas por Dios, sino también que ellas mismas conozcan y amen a Dios. Ninguna criatura puede crearse a sí misma. Es más, como criatura de Dios, la persona humana es creada para Dios. Así pues, la realidad creada de la humanidad no tiene simplemente una naturaleza pasiva. Buscar a Dios mediante las facultades activas de conocer y amar es parte de la vocación primordial de la persona humana.

La orientación humana hacia Dios se expresa aun en la experiencia humana de otras cosas además de Dios. Toda verdad es la verdad de Dios. Todo conocimiento verdadero está orientado en última instancia hacia Dios, porque toda la realidad tiene una forma y una dirección que están orientadas hacia Él. Y la persona humana está llamada de modo exclusivo a buscar a Dios de un modo específicamente racionalmediante el conocimiento y el amor. En su primer párrafo, el Catecismo ofrece una hoja de ruta para toda la vida humana y para todo el pensamiento católico. En otras palabras, este único párrafo describe de modo sucinto la esencia de la teología católica.

El Catecismo continúa explicando la orientación humana hacia Dios:

El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador». (CIC 27)

Este párrafo es importante porque pone de relieve que la orientación humana hacia Dios es algo natural. La inclinación «hacia Dios» está impresa en la naturaleza humana misma. Nunca ha existido una persona humana que no esté ordenada hacia Dios.

Por tanto, nuestra vocación primordial de conocer y amar a Dios no es consecuencia de un desorden moral. El pecado original no es la causa de la teología católica. Por supuesto, la revelación de Dios sana, eleva y transforma la comprensión del hombre. De todos modos, el punto fundamental sigue siendo que todas las personas humanas están inclinadas por naturaleza a conocer a Dios. Como dice el Catecismo: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios».

No existe una persona humana no teológica. El principio que subyace a esta afirmación (que quizá resulte sorprendente) radica en dos hechos: (1) Dios es el creador de todas las criaturas, y (2) las personas humanas —como criaturas racionales— pueden comprender que Dios es su creador. No solo pueden entender las personas humanas que Dios es su creador, sino también que Dios es su fin. Por tanto, en un sentido muy real, la persona humana está situada entre Dios y Dios. Por su propia naturaleza, la razón humana intenta comprender la existencia humana en relación con Dios. La reflexión racional que no se dirige finalmente a Dios es una reflexión frustrada o, al menos, incompleta.

Por tanto, en un sentido muy real, toda persona humana es potencialmente un teólogo (es decir, alguien que estudia la verdad sobre Dios). La irrefrenable búsqueda humana de la felicidad y la plenitud es, en última instancia, una búsqueda de Dios. Aunque no nos demos cuenta, cada decisión que tomamos está inspirada por el deseo de conocer a Dios.

Como veremos, la teología católica no es una disciplina natural, sino una ciencia sagrada, que procede de principios revelados por Dios (o verdades primeras). Tiene su origen en la sabiduría y el amor del Dios que ordenó amorosamente redimir a las criaturas humanas caídas que creó. La teología católica no es contraria a la naturaleza humana. Esta ciencia sagrada sana, perfecciona, eleva y transforma la naturaleza humana, que en su raíz está orientada hacia lo divino. En una palabra, la teología católica es consecuencia de un misterio profundo: «Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”: es decir, al conocimiento de Cristo Jesús» (CIC 74).

I. ¿Qué significa la «teología católica»?

Curiosamente, la expresión «teología católica» no aparece ni una sola vez en el Catecismo de la Iglesia Católica. Inicialmente, quizá parezca que esta ausencia es un testimonio en contra de la validez de la teología católica. Sin embargo, es todo lo contrario. La teología católica no es una disciplina que subsista de manera absolutamente independiente. Más bien, la naturaleza del término «católica» y la del término «teología» ponen de manifiesto no solo la legitimidad de la teología católica, sino también la necesidad de la disciplina para la vida cristiana. El verdadero significado de la teología católica solo se vuelve evidente al comprender de modo adecuado el significado de los términos «católica» y «teología».

El significado de la palabra «católica»

El Catecismo explica que «la palabra “católica” significa “universal”, en el sentido de “según la totalidad” o “según la integridad”» (CIC 830). Así pues, el significado de «católica» es contrario a nociones divisionistas o sectarias. Catolicidad significa totalidad, integridad y universalidad.

Por supuesto, esto explica por qué la Iglesia que Cristo instituyó es plenamente «católica». Citando a San Ignacio de Antioquía, el Catecismo explica que la Iglesia «es católica porque Cristo está presente en ella. “Allí donde está Cristo Jesús, allí está la Iglesia Católica”» (CIC 830). La Iglesia es católica en el sentido de que recibe —de un modo universal e integral— su existencia, identidad y misión de Jesucristo, la «cabeza» de la Iglesia. La Iglesia es intensamente católica. Este punto subraya la unidad esencial de la Iglesia y de la fe que ha recibido de su Salvador, Jesucristo. La Iglesia no se creó ni instituyó a sí misma. La Iglesia es obra de Nuestro Señor, y no hay ninguna parte de la Iglesia que sea inteligible si se excluye a Nuestro Señor. En otras palabras, todas las dimensiones de la fe, la enseñanza, el culto y la oración de la Iglesia están impregnadas de Jesús mismo. La Iglesia es intensamente católica porque Jesucristo permea la totalidad de la Iglesia. En cada aspecto de la Iglesia, uno se encuentra con todo Cristo.

La Iglesia es también extensamente «católica». «La Iglesia es católica porque ha sido enviada por Cristo en misión a la totalidad del género humano» (CIC 831). La misión de la Iglesia no padece de limitaciones discriminatorias o excluyentes. «Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos, para que así se cumpla el designio de Dios». La sabiduría del orden de Dios está presente tanto en la creación como en la redención. Dios «en el principio creó una única naturaleza humana y decidió reunir a sus hijos dispersos» en la Iglesia de Cristo (CIC 831).

El Catecismo (invocando la Constitución Dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 13) muestra que el sentido extensivo de la palabra «católica» se sigue directamente del sentido intensivo de la palabra. «Este carácter de universalidad, que distingue al Pueblo de Dios, es un don del mismo Señor. Gracias a este carácter, la Iglesia Católica tiende siempre y eficazmente a reunir a la humanidad entera con todos sus valores bajo Cristo como Cabeza en la unidad de su Espíritu» (CIC 831). Dios creó todo. Dios envió a su Hijo Eterno, Jesucristo, para la redención de todos. Por tanto, la Iglesia que Cristo instituyó es portadora de la totalidad —la catolicidad— de la sabiduría y el amor divinos de Dios.

El significado de la palabra «católica» tiene consecuencias para el significado de la teología católica. La teología católica es una disciplina eclesial. Esta disciplina —precisamente como católica— existe debido a la naturaleza, identidad y misión de la Iglesia una, santa, católica y apostólica de Cristo. La teología católica depende absolutamente de la verdad de Dios como creador y redentor. Y puesto que las obras creadoras y redentoras de Dios culminan institucionalmente en la Iglesia, la teología católica opera siempre dentro de este contexto eclesial. Cualquier teología dentro de la Iglesia de Cristo lleva necesariamente la catolicidad de la Iglesia de Cristo.

La teología católica se caracteriza por una universalidad centrada en Dios. La teología católica refleja el doble alcance intensivo y extensivo de la providencia divina, que «consiste en las disposiciones por las que Dios conduce con sabiduría y amor a todas las criaturas hasta su fin último» (CIC 321, véase también 302). El Dios creador de todas las cosas buenas dirige las cosas que ha creado. El orden de la realidad creada infundido por lo divino —en todo, desde la partícula subatómica más diminuta hasta el más elevado de los ángeles— se manifiesta en las naturalezas que Dios ha creado. Lo que algo es —aquello que lo define, su esencia y su identidad— refleja el orden providencial que Dios ha infundido en ello. La naturaleza misma de una cosa proclama el orden providencial de Dios. Este orden providencial es lo que yace en el corazón de la teología católica.

El significado de la palabra «teología»

El Catecismo de la Iglesia Católica explica el término «teología» con una referencia contextual a la providencia divina de un modo que resuena profundamente con su presentación del término «católica». Así, el Catecismo explica la teología (theologia) en relación con la dinámica de la economía (oikonomia) divina:

Los Padres de la Iglesia distinguen entre la «Theologia» y la «Oikonomia», designando con el primer término el misterio de la vida íntima del Dios-Trinidad, con el segundo todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la «Oikonomía» nos es revelada la «Theologia»; pero inversamente, es la «Theologia» la que esclarece toda la «Oikonomia». Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así sucede, analógicamente, entre las personas humanas. La persona se muestra en su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su obrar. (CIC 236) 

Fundamentalmente, la «teología» se refiere a la realidad de Dios mismo («el misterio de la vida íntima del Dios-Trinidad»). Quién es Dios, en lo más íntimo, es el objeto de la teología.

El Catecismo vincula la teología con «todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida» a las criaturas racionales. La automanifestación de Dios, es decir, la revelación de sí mismo, corresponde al orden económico de la providencia divina. Este orden es lo que Dios hace fuera de sí mismo dentro de la realidad creada y para esta. La teología procede de Dios y se orienta hacia Él. Dios se nos muestra a través de sus obras, y al manifestarse a sí mismo nos permite ver la inteligibilidad de sus obras.

Dios nos dice quién es. Y quién es ilumina las cosas que Él hace. La revelación de Dios de sí mismo se produce en el contexto de la providencia divina y aclara el orden providencial de todas las cosas en relación con Dios.

Todos estos temas están en profunda consonancia con la etimología de la palabra «teología». «Teología» viene de la palabra griega θεολογία (theológia). Esta palabra griega es la conjunción de otras dos palabras griegas: Θεός (theós) y λόγος (lógos). Theós significa «dios» (Kittle y Friedrich, Theological Dictionary, 322). Lógos puede traducirse como «palabra», «discurso», «relato» o incluso «razonamiento». «Como actividad mental [el lógos] tiene el sentido básico de “contar” o “explicar”» (Kittel y Friedrich, Theological Dictionary, 506). Así, la palabra «teología» significa literalmente algún tipo de palabra o discurso sobre Dios: «el primer significado del griego θεολογία [theológia], que designa un himno, una glorificación de Dios por el λόγος [lógos], el pensamiento expresado del hombre» (Bouyer, Eucharist, 5). El latín se apropió de esta palabra griega theologia.

La teología es un discurso sobre Dios. Dicho discurso supone necesariamente conocimiento. El discurso es imposible si no hay conocimiento (incluso en el caso del conocimiento místico de Dios). El conocimiento que supone el discurso teológico reside, ante todo, en Dios mismo. Dios sería incapaz de revelarse a sí mismo en el orden económico de la providencia divina si no se comprendiera plenamente a sí mismo. Dios puede revelarse a sí mismo porque Dios se comprende a sí mismo en grado supremo. Es difícil exagerar la importancia fundamental de que Dios se conozca a sí mismo. El conocimiento que Dios tiene de sí mismo es el fundamento de nuestra comprensión de Él. Es posible conocer al Dios único —Padre, Hijo y Espíritu Santo—porque Él se conoce primero a sí mismo.

Además, el discurso teológico supone también el hecho de que el conocimiento que Dios tiene de sí mismo puede comunicarse a criaturas racionales. En otras palabras, el conocimiento que Dios tiene de sí mismo no está completamente recluido en sí mismo. El verdadero conocimiento de Dios no es ajeno al entendimiento humano. «Las facultades del hombre lo hacen capaz de conocer la existencia de un Dios personal. Pero para que el hombre pueda entrar en su intimidad, Dios ha querido revelarse al hombre y darle la gracia de poder acoger en la fe esta revelación» (CIC 35). La teología es posible porque Dios ha revelado su inteligibilidad. El teólogo Avery Dulles explica lo siguiente: «Puesto que la revelación procede de la inteligencia divina y se dirige a la inteligencia humana, exige una asimilación reflexiva» (Dulles, Craft of Theology, 105). Por tanto, la revelación de Dios de sí mismo depende, en primer lugar, del conocimiento real que Dios tenga de sí mismo y, en segundo lugar, de la capacidad real de la persona humana de participar en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo.

Por supuesto, comprender a Dios trasciende esencialmente las categorías humanas de comprensión (véase el CIC 42). No es posible que una criatura conozca a Dios del mismo modo que Él se conoce a sí mismo. La comprensión de Dios está esencialmente unida a su ser. Y así como su ser es infinito, su conocimiento también es infinito. Como criaturas, las personas humanas son finitas. Por tanto, las personas humanas no pueden recibir el conocimiento de Dios del mismo modo que existe en el ser divino. Dios se comprende a sí mismo —y a todas las cosas— de una manera sencilla. Él es su comprensión. Su conocimiento no avanza ni se desarrolla. Siempre es perfecto y completo. En cambio, el conocimiento terrenal del ser humano  comprende a Dios —y todas las cosas— de una manera compleja. Nosotros no somos nuestra comprensión. El desarrollo de nuestro conocimiento avanza mediante pasos discursivos.

No obstante, las personas humanas pueden conformarse a la realidad del ser y del conocimiento divino de un modo propiamente humano. Aunque las personas humanas no puedan conocer a Dios como Dios se conoce a sí mismo, sí pueden conocerlo de verdad, aunque como lo haría una criatura. Si este conocimiento real y verdadero de Dios fuera imposible, la revelación divina sería imposible. Y si la revelación divina es imposible, entonces el discurso teológico que sigue a la realidad providencial de la providencia divina también sería imposible.

Sin embargo, la revelación divina no solo es posible, sino que es real. Dios se ha revelado de verdad a las personas humanas (Heb 1:1–2). Así, la práctica de la teología es una de las mayores dignidades de la persona humana: el discurso sobre la realidad de Dios (CIC 48). El Dios sencillo y perfecto es verdaderamente objeto del conocimiento humano.

En suma, la teología es el discurso sobre Dios. Y el discurso sobre Dios exige el conocimiento de Dios. Por tanto, la teología está íntimamente ligada al conocimiento sobre Dios.

Diferentes tipos de conocimiento sobre Dios

La teología es el discurso sobre Dios y se deriva del conocimiento acerca de Dios. No es de extrañar que diferentes tipos de conocimiento acerca de Dios deriven en diferentes tipos de teología.

Los seres humanos pueden llegar a conocer a Dios de dos maneras. Estas dos formas de conocer la verdad sobre Dios se distinguen por dos tipos diferentes de luz intelectual. La luz ilumina un objeto, permitiéndonos percibir el objeto iluminado. Del mismo modo, el intelecto humano necesita «luz» para conocer algo.

El primer tipo de luz intelectual es la luz natural de la razón. El segundo es la luz sobrenatural de la fe. La distinción entre la luz de la razón y la luz de la fe es real. La luz de la razón y la luz de la fe no son idénticas. Sin embargo, ambas luces son inherentemente complementarias. No existe una tensión competitiva entre la luz de la razón y la luz de la fe en el intelecto humano. Ambas luces, en órdenes diferentes, permiten a la persona humana conocer la verdad sobre quién es Dios y qué ha hecho. Tanto la razón como la fe iluminan el orden de la providencia divina.

El conocimiento de Dios a la luz de la razón humana: la teología natural

El Catecismo explica que «La santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas» (CIC 36). La luz natural de la razón humana puede alcanzar determinado conocimiento sobre Dios, que es el origen y el fin de todas las cosas. Por consiguiente, Él no es completamente inaccesible a la capacidad innata del conocimiento humano.

Sin embargo, la luz natural de la razón humana no puede abordar directamente a Dios. En esta vida, el poder del entendimiento humano no goza de un acceso inmediato a Dios. Dios está más allá del descubrimiento no mediado de la razón humana. Por eso, la luz natural de la razón humana necesita medios y pasos intermediosa través de los cuales pueda llegar al conocimiento sobre Dios. En otras palabras, el conocimiento natural acerca de Dios es indirecto e inferencial.

La razón humana solo puede llegar al conocimiento sobre Dios a través del conocimiento de cosas distintas de Dios. La razón humana puede conocer a Dios a través del «mundo creado». Puesto que Dios es el creador de todo lo que es, todo lo que es apunta a Dios. La realidad creada proporciona a la razón humana un acceso refractado al Creador porque la realidad creada es contingente. No existe en ni por sí misma. Tanto en su esencia como en su existencia, la creación depende de un creador. Por tanto, el conocimiento humano sobre la realidad creada —algo que el conocimiento humano puede conocer directamente— apunta a la realidad del creador.

El mundo y el hombre atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su primer principio ni su fin último, sino que participan de Aquel que es el Ser en sí, sin origen y sin fin. Así, por estas diversas «vías», el hombre puede acceder al conocimiento de la existencia de una realidad que es la causa primera y el fin último de todo, «y que todos llaman “Dios.”» (CIC 34)

La insuficiencia del orden creado apunta a la suficiencia total del Creador. Romanos 1:20 lo explica: «… desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras».[1] Así, «A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza del mundo se puede conocer a Dios como origen y fin del universo» (CIC 32).

Este conocimiento natural sobre Dios que surge del orden creado da lugar a la disciplina que se denomina teología natural (véase McInerny, Natural Theology; Levering, Proofs of God). El conocimiento natural sobre Dios lleva a la teología natural. Debido a la dependencia exclusiva que tiene la teología natural en la luz de la razón humana, la teología natural es una disciplina propiamente filosófica. Concretamente, la teología natural reside en lo más elevado de la ciencia filosófica de la metafísica (la ciencia del ser mismo). Las consideraciones teológicas naturales de la metafísica ponderan cosas como las pruebas de la existencia de Dios, la propia naturaleza divina y el conocimiento natural de la esencia divina (es decir, la simplicidad, perfección, bondad, infinitud, omnipresencia, inmutabilidad, eternidad y unidad de Dios).

El conocimiento de Dios a la luz de la fe divina: la teología sagrada

El conocimiento natural sobre Dios es un conocimiento auténtico. A través de la luz de la razón humana, las personas pueden llegar a verdades conocibles de modo natural sobre Dios. En consecuencia, la teología natural es una disciplina legítima. No obstante, el Catecismo observa que «el hombre experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de su razón».

A pesar de que la razón humana, sencillamente hablando, pueda verdaderamente por sus fuerzas y su luz naturales, llegar a un conocimiento verdadero y cierto de un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su providencia, así como de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas, sin embargo hay muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto su poder natural; porque las verdades que se refieren a Dios y a los hombres sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles, y cuando deben traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y renuncie a sí mismo. El espíritu humano, para adquirir semejantes verdades, padece dificultad por parte de los sentidos y de la imaginación, así como de los malos deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en semejantes materias los hombres se persuadan de que son falsas, o al menos dudosas, las cosas que no quisieran que fuesen verdaderas. (CIC 37)

La teología natural no es una disciplina sencilla. Debido a que dicha teología está basada en las capacidades innatas de la persona humana y en la dinámica del conocimiento natural, muchos obstáculos pueden impedir el progreso de la teología natural. Estos obstáculos se encuentran entre las razones por las que «el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios» (CIC 38).

Dios es el principio y el fin de la persona humana y, por tanto, el conocimiento humano sobre Dios es sumamente relevante para que el ser humano pueda desarrollarse en plenitud. Dios, en su bondad, ha ordenado compartir con la persona humana, de manera directa, conocimiento sobre sí mismo. Este conocimiento revelado es el conocimiento de la revelación divina, conocimiento que Dios comunica a la persona humana y que esta recibe a través de la luz de la fe.

Puesto que la revelación divina imparte a la persona humana conocimiento acerca de Dios de una manera directa, puede afirmarse que «la fe est[á] por encima de la razón» (CIC 159). Aun así, «jamás puede haber discrepancia entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha hecho descender en el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero» (CIC 159).

En efecto, la luz de la razón es importante para la luz de la fe. Si la persona humana fuera incapaz de conocer a Dios a través de la luz de la razón, sería incapaz de conocer a Dios a través de la luz de la fe. La revelación divina supone la capacidad natural de la inteligencia humana. «Si la revelación fuera básicamente incompatible con la racionalidad humana, entonces no tendría ningún sentido hacer teología tal como se entiende clásicamente» (Nichols, Shape of Catholic Theology, 37). La luz de la razón humana es una condición previa para la luz de la fe. De hecho, la capacidad natural de la razón humana es tan fundamental que «sin esta capacidad, el hombre no podría acoger la revelación de Dios» (CIC 36).

La fe divina, por tanto, eleva, perfecciona y transforma la razón humana. «Así como la gracia se fundamenta en la naturaleza y la lleva a su plenitud, así la fe se fundamenta en la razón y la perfecciona» (Juan Pablo II, Fides et ratio, 43). La fe ayuda a la razón humana respecto a las verdades teologales a las que tiene acceso la razón humana natural y respecto a aquellas verdades teologales (esto es, los misterios sagrados) que están más allá del descubrimiento innato de la razón humana. «El hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre “las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error”» (CIC 38).  

La fe ayuda a la razón a realizar sus propias capacidades. Por medio de la fe, la razón tiene acceso a verdades sagradas que están más allá de las capacidades innatas de la razón natural.

Mediante la razón natural, el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de sus obras. Pero existe otro orden de conocimiento que el hombre no puede de ningún modo alcanzar por sus propias fuerzas, el de la Revelación divina. Por una decisión enteramente libre, Dios se revela y se da al hombre. Lo hace revelando su misterio, su designio benevolente que estableció desde la eternidad en Cristo en favor de todos los hombres. Revela plenamente su designio enviando a su Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo. (CIC 50) 

Aunque Dios «habita una luz inaccesible», «quiere comunicar su propia vida divina a los hombres libremente creados por él». Así, «al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas» (CIC 52).

La luz de la fe permite a la persona humana conocer a Dios en un registro más elevado y de un modo más personal. «La fe lo compromete a uno más profundamente que una simple creencia. Se puede creer en muchas cosas diferentes; pero, en sentido estricto, solo se puede tener fe en una persona... La fe, en el pleno sentido de la palabra, solo puede tener por objeto a Dios» (de Lubac, Splendor of the Church, 33). La luz de la fe permite a los hombres conocer a Dios de un modo que refleja el conocimiento que Dios tiene de sí mismo. La «Revelación sobrenatural», accesible bajo la luz de la fe, es una forma superior de conocimiento humano (CIC 53). Este conocimiento superior de Dios engendra un tipo de teología que supera con mucho —tanto en la forma como en el contenido— la teología natural de la razón humana. Recibida bajo la luz de la fe, la revelación divina da lugar a la ciencia de la teología sagrada.

Resumen: la «teología católica» es teología sagrada

En 1990 la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó una instrucción titulada Donum Veritatis («Sobre la vocación eclesial del teólogo»). La instrucción explicaba que «la teología tiene importancia para la Iglesia en todos los tiempos, para que pueda responder al designio de Dios que “quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2: 4)» (Donum Veritatis 1). Esta explicación de la importancia de la teología concuerda plenamente con la presentación que hace el Catecismo del conjunto de la vida cristiana (CIC 1).

Dios desea la salvación de todos los hombres. Y la salvación humana no es otra cosa que la unión con Dios en la verdad y en el amor. Por tanto, la teología católica es una disciplina eclesial, una ciencia que se desarrolla en el seno de la Iglesia de Jesucristo. Es plenamente «católica» y «teológica». Es católica en cuanto participa de la universalidad intensiva y extensiva de la Iglesia de Cristo. La teología católica es una disciplina intrínsecamente ligada al Verbo encarnado, Jesucristo. No hay ninguna parte de la teología católica que esté desconectada de la revelación que Dios hace de sí mismo en Jesús. Además, la teología católica comparte la finalidad de la Encarnación misma: llevar la salvación de Dios a todos los hombres en todo tiempo y lugar.

La teología católica es también propiamente teológica. Es un discurso sobre Dios que atañe tanto al misterio de la propia vida divina de Dios y a su ser (theologia), como a aquello que Dios ha hecho y sigue haciendo en el orden de la providencia divina (oikonomia). Como discurso sobre Dios dentro de la comunidad eclesial, la teología católica está íntimamente relacionada con el conocimiento sobre Dios —tanto el conocimiento que Dios tiene sobre sí mismo, como el conocimiento que las personas humanas tienen sobre Dios—.

Por tanto, la teología católica es, sobre todo, teología sagrada. Deriva de la «revelación sobrenatural» de Dios. La teología católica procede de la revelación divina bajo la luz de la fe. No obstante, la teología católica no extingue la luz natural de la razón. De hecho, supone la luz de la razón. La capacidad natural de la razón humana para alcanzar la verdad sobre Dios —aunque sea indirectamente a través de aquello que Dios ha hecho— es fundamental para que el ser humano pueda recibir la revelación divina.

En resumen, la teología católica es una disciplina eclesial, guiada por la luz de la fe, que utiliza la luz natural de la razón humana. La teología católica tiene su origen en Dios, pero reside en las capacidades racionales de la persona humana. En consecuencia, considera tanto la trascendencia sobrenatural de Dios como las exigencias salvíficas de la naturaleza humana.

El Dios del misterio infinito ha creado a las personas humanas en la sabiduría y el amor, y las ha llamado a la unión salvífica consigo mismo. La teología católica es una dimensión esencial de la respuesta humana a la sabiduría y bondad sobrenaturales de Dios.

II. La luz de la fe y la teología sagrada

Como teología sagrada, la teología católica procede iluminada por la luz de la fe. El Catecismo explica que «la fe es, ante todo, una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente, el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado» (CIC 150, énfasis en el original). La fe es la virtud por la cual la persona humana, en esta vida presente, cree en todo lo que Dios ha revelado porque Dios lo ha revelado. Por eso la fe se clasifica como virtud teologal. «El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos “a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos”» (CIC 156). Esta motivación detrás del asentimiento de fe —este «objeto formal» de la fe— explica la diferencia esencial entre la fe teologal y la creencia meramente humana. La autoridad de Dios es el fundamento y el objeto de la fe. La motivación exclusiva que conduce a la fe teologal es Dios mismo: Primera Verdad Revelada.

«La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado». De este modo, «la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice» (CIC 150). Dado que Dios es la Verdad misma, no puede engañar. Lo que sea que se reciba en la fe es absolutamente cierto. La fe «es más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir». Aunque «las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas... “la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural”» (CIC 157).

Como se mencionó anteriormente, la luz sobrenatural de la fe supera las capacidades naturales de la persona humana. La fe no es producto del ingenio o del esfuerzo humano. «La fe es una gracia». Es «un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él» (CIC 153). Como ha observado un autor, «las razones abstractas para creer en Dios nunca han sido la fuente de fe de ningún hombre» (Bouyer, Invisible Father, 3). Para realizar un acto de fe, la persona humana debe contar con «el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”» (CIC 153). La fe permite que el cristiano vea y conozca todas las cosas bajo una luz sobrenatural.

El depósito de fe y los artículos de fe

La catolicidad de la fe surge del hecho de que «Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”: es decir, de Cristo Jesús. Es preciso, pues, que Cristo sea anunciado a todos los pueblos y a todos los hombres y que así la Revelación llegue hasta los confines del mundo» (CIC 74). Jesucristo mismo es la plenitud de la revelación divina. A los apóstoles les confió su mensaje evangélico, «prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó con su voz» (CIC 75). Y los apóstoles transmitieron oralmente y por escrito a sus sucesores, los obispos, el Evangelio que se les había confiado (CIC 76–77). «De ahí resulta que la Iglesia, a la cual está confiada la transmisión y la interpretación de la Revelación, “no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Y así se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción”» (CIC 82).

Los apóstoles, por tanto, «confiaron el “depósito sagrado” de la fe (el depositum fidei), contenido en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura… al conjunto de la Iglesia» (CIC 84). Una vez más, vemos cómo la Iglesia sirve de contexto para la fe teológica. Puesto que la Iglesia es «columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3:15), «guarda fielmente “la fe transmitida a los santos de una vez para siempre”. Ella es la que guarda la memoria de las palabras de Cristo, la que transmite de generación en generación la confesión de fe de los apóstoles. Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y comunicar, la Iglesia nuestra Madre, “nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de la fe”» (CIC 171).

Esta referencia al «lenguaje de la fe» es de suma importancia. La doctrina salvífica que Cristo confió a la Iglesia es para todos los hombres y para todos los tiempos. No obstante, el lenguaje de la fe tiene un contenido real y es un lenguaje muy preciso y específico. La necesidad de esta precisión nace de la profundidad de los misterios de la fe y de la adecuación del lenguaje a todos los hombres.

Las palabras tienen un significado real. Comunican la verdad. Las palabras transmiten el significado de nada menos que la realidad. La propia realidad explica el poder de las palabras. Dado que la realidad existe, las palabras tienen un significado. Es a través del significado de las palabras que se puede conocer y expresar la naturaleza de la realidad. Las palabras de la fe comunican la verdad sagrada. Por tanto, la naturaleza y el contenido de la verdad sagrada sobre los misterios divinos dictan el lenguaje de la fe.

Dado que los misterios de la fe son a la vez sublimes y ciertos, el lenguaje de la fe de la Iglesia es específico y, por tanto, está definido con precisión. El Dios que es y que salva no cambia en sí mismo ni reniega de «su promesa de misericordia» para con nosotros (Lc 1:55). El lenguaje de la fe está intrínsecamente ligado a las realidades de la fe.

Además, este lenguaje específico y definido de la fe facilita la promulgación de los misterios de la fe. En otras palabras, la doctrina de la Iglesia no es un «blanco móvil». Nunca sufre una crisis de identidad. La Iglesia no redefine su doctrina, por lo que su léxico persiste a través de los tiempos. Esta continuidad de la profesión y expresión sagradas permite que los hombres de todos los tiempos, naciones y culturas reciban la fe inmutable. El lenguaje de la fe nunca escapa al alcance humano. No importa quién sea una persona o cómo sea su historia personal, siempre se puede acceder a los misterios salvíficos que se comunican con el lenguaje de la fe.

El lenguaje de la Iglesia es el lenguaje de la fe, y se trata de un lenguaje que cualquiera puede aprender en cualquier lugar y momento. La Iglesia custodia su lengua porque venera a Jesucristo y su depósito sagrado de fe. El lenguaje de la fe está fijado dogmáticamente pero no carece de vitalidad y dinamismo. El lenguaje de la Iglesia está firmemente establecido por la estabilidad de la identidad de Nuestro Señor como Salvador del mundo.

«Desde su origen, la Iglesia apostólica expresó y transmitió su propia fe en fórmulas breves y normativas para todos». Sin embargo, «la Iglesia quiso también recoger lo esencial de su fe en resúmenes orgánicos y articulados» (CIC 186). Estas «síntesis» de «símbolos» o «profesiones de fe» se llaman credos (de la palabra en latín, credo, «creo»). Los credos contienen los artículos de fe.

El Catecismo explica que «De igual modo, en efecto, que en nuestros miembros hay ciertas articulaciones que los distinguen y los separan, así también en esta profesión de fe, se ha dado con propiedad y razón el nombre de artículos a las verdades que debemos creer en particular y de una manera distinta» (CIC 191, énfasis en el original). Los artículos de fe, por tanto, son verdades de fe discretas, comprendidas en el sagrado depósito de la fe. «Los fieles deben creer los artículos del Símbolo “para que creyendo obedezcan a Dios, obedeciéndolo, vivan bien; viviendo bien, purifiquen su corazón;  y purificando su corazón, comprendan lo que creen”» (CIC 2518).

El depósito de la fe es un todo unificado, y los artículos de fe ponen en evidencia la unidad y la integridad de este depósito sagrado. Juntos, los artículos individuales comunican la revelación divina confiada a la Iglesia bajo la tutela de los apóstoles. Es más, como observa el Catecismo, estos artículos se ordenan a la transformación purificadora del corazón humano y a la comprensión profunda de la fe que recibe. 

«La fe busca la comprensión»

Aunque la fe es una virtud sobrenatural infundida por Dios, también termina siendo un acto auténticamente humano. «Solo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano». En consecuencia, «No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas» (CIC 154).

Las facultades humanas de conocer y amar no quedan suprimidas por el influjo de la gracia divina o de la fe teologal. Debido a que Dios se hace presente de modo inmediato ante toda la realidad creada, su influencia causal en la realidad creada no resulta en modo alguno violenta o perturbadora. «Cuando el amor de nuestro Dios actúa en nuestro favor, pide nuestra cooperación, es decir, nuestra fe» (Corbon, Wellspring of Worship, 90). Como causa primera y fin último de todas las cosas, Dios actúa de modo íntimo en todo lo que ha creado. La providencia divina se extiende hasta las profundidades más interiores de todas las cosas. Así, «En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: “Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia”» (CIC 155).

Puesto que la persona humana recibe la revelación divina, esta es proporcional a la naturaleza humana. Aunque la fe trasciende la razón humana, la fe no viola la razón humana. De hecho, el Catecismo explica que «para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación» (CIC 156). Estas «pruebas exteriores» no son, en sentido estricto, demostraciones de las verdades sobrenaturales que han sido reveladas por la Revelación divina. Son más bien motivos de credibilidad (motiva credibilitatis): «signos ciertos de la Revelación, adaptados a la inteligencia de todos... que muestran que “el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu”» (CIC 156). Aunque la fe sobrepasa la razón humana, la fe sigue siendo eminentemente razonable.

Una de las definiciones más famosas de la teología sagrada es la de San Anselmo de Canterbury (1033/4–1109): la fe busca la comprensión. Puesto que la fe es proporcional a la naturaleza humana —y, en consecuencia, a la razón humana—, la fe no es contraria a la inclinación natural y humana de comprender la verdad. En efecto, «es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado». La fe no neutraliza la razón humana ni inutiliza la comprensión humana. Más bien, la fe suscita en la persona humana un deseo santificado de lograr un «conocimiento más penetrante» y «una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación» (CIC 158).

Este deseo de comprender la revelación divina de modo vital surge del contenido real de la fe. El Catecismo subraya que la fe no se limita a meras palabras o expresiones. «No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que estas expresan y que la fe nos permite tocar» (CIC 170). La virtud teologal de la fe permite a la persona de fe tener un contacto real y vivo con las cosas divinas. «El acto [de fe] del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad [enunciada]» (CIC 170). El lenguaje, la terminología y los enunciados de fe son, pues, instrumentos que permiten a la asamblea cristiana «abordar» las realidades divinas y «expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más» (CIC 170).

Mientras permanece la fe, permanece también el deseo humano de penetrar cada vez más profundamente en los objetos de la fe. Bajo la influencia del Espíritu Santo, «la inteligencia tanto de las realidades como de las palabras del depósito de la fe puede crecer en la vida de la Iglesia». Y es aquí donde el Catecismo hace un gesto hacia la perenne relevancia de la teología: «es, en particular, la investigación teológica [la que] debe “profundizar en el conocimiento de la verdad revelada”» (CIC 94).

El deseo de búsqueda teológica es la respuesta humana connatural a la recepción de la fe. La fe no significa el fin de la indagación y la exploración humanas. En el orden sobrenatural, es su comienzo. Los misterios de la fe invitan al examen racional precisamente porque se adecuan a las personas humanas como criaturas racionales. Así, en un sentido muy real, la indagación teológica es el efecto santificador de la fe en la persona humana. La fe conduce a la persona humana a la teología sagrada.

III. Teología sagrada: profundización del conocimiento humano de la verdad revelada

«La teología se organiza como ciencia de la fe a la luz de un doble principio metodológico: el auditus fidei y el intellectus fidei. Con el primero, la teología asume como propios los contenidos de la Revelación tal y como se ha ido explicitando progresivamente en la Sagrada Tradición, las Sagradas Escrituras y el Magisterio vivo de la Iglesia. Con el segundo, la teología intenta responder a las exigencias propias del pensamiento mediante la reflexión especulativa» (Juan Pablo II, Fides et ratio, 65). Así pues, la teología sagrada es la respuesta humana santificada a la revelación divina recibida en la fe. Específicamente, la teología sagrada es la búsqueda continua de una comprensión más profunda de lo que Dios ha revelado «para nosotros los hombres y para nuestra salvación». La teología sagrada trabaja a partir del contenido de la revelación divina, bajo la forma de la fe teológica y dentro de la estructura del entendimiento humano. Cada uno de estos elementos contribuye a la naturaleza de la teología sagrada.

Yves Congar explicó que «el término “teología” significa un relato razonado sobre Dios». La teología «puede definirse como un conjunto de conocimientos que interpretan, elaboran y ordenan racionalmente las verdades de la Revelación» (Congar, History of Theology, 25). La función esencial de la teología sagrada es proporcionar un relato preciso de la revelación divina de Dios. La finalidad o propósito de esta disciplina sagrada es la conformidad con la santa enseñanza de Nuestro Señor. Por lo tanto, la teología sagrada es la más intrincada de todas las disciplinas. La sublimidad de la revelación divina plantea grandes exigencias al intelecto humano, que busca comprender lo que ha sido revelado. Ningún otro corpus de conocimiento supera la dignidad de las verdades sobrenaturales recibidas por la fe. Y ningún otro trabajo de contemplación adquirida es tan exigente como el de la teología sagrada.

La indagación teológica de este tipo es, paradójicamente, la más sencilla y la más compleja de todas las actividades intelectuales. La teología sagrada es sencilla en la medida en que su objetivo es sencillo: Dios mismo. Es compleja porque el proceso del conocimiento humano no es sencillo. En efecto, el conocimiento humano es un proceso que consiste en muchas partes y requiere muchos pasos. «La tradición católica afirma que, desde el punto de vista de la realidad divina en la que creemos, las verdades de fe permanecen simples y una, pero desde el punto de vista del creyente, las realidades divinas son expresadas de forma humana, adaptándose a nuestra capacidad de conocimiento y afirmación. Las proposiciones de la fe adaptan la verdad divina a las limitaciones de nuestro intelecto» (Cessario, Christian Faith, 75). Por tanto, la contemplación de la teología sagrada se encuentra « desplegada » maravillosamente entre los dos polos de simplicidad y complejidad.

Tanto la simplicidad de Dios como la complejidad de la persona humana permean el trabajo de la teología. Y los practicantes fieles de la teología sagrada jamás se sienten contrariados ante la simultánea sublimidad y contingencia de su disciplina. Entender la fe requiere esta conjunción de sublimidad y contingencia.

Solo en la visión beatífica podrá el intelecto humano contemplar directamente a Dios. No obstante, «la fe nos hace gustar anticipadamente la luz de la visión beatífica, meta de nuestro viaje aquí abajo. Entonces veremos a Dios “cara a cara”, “tal como es”. Así pues, la fe es ya el comienzo de la vida eterna». Y puesto que es una respuesta humana a la fe, la teología es efectivamente un intento sistemático de anticipar la gloria de ver a Dios tal como es. Por eso, «mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» (CIC 163).

Por su infinita misericordia y bondad, Dios, que se conoce perfectamente a sí mismo, ha elegido libremente revelar su conocimiento de sí mismo. Se trata de la revelación divina. La visión beatífica es cuando las criaturas racionales ven a Dios tal como es en sí mismo, cara a cara, en la patria celestial. La teología sagrada es la actividad de los peregrinos aquí en la tierra que (1) han recibido la revelación de Dios en la fe, (2) anhelan la visión beatífica, y (3) se niegan a esperar hasta llegar el Cielo antes de comenzar a contemplar los misterios divinos.

Los teólogos son aquellos que han resuelto comenzar la contemplación de la verdad divina aquí y ahora. La teología sagrada es, pues, una especie de impaciencia santificada.

Todos estos elementos ayudan a explicar por qué la teología sagrada es tan intrincada. Todos los creyentes cristianos reciben la revelación divina en la fe. Pero los creyentes cristianos que se dedican a la fe queriendo comprender utilizan todos los recursos disponibles para esta tarea ambiciosa. Emplean todas las herramientas intelectuales para la tarea de la contemplación teológica. Nada es superfluo ni caprichoso en el ejercicio de la teología sagrada. Puesto que la teología sagrada procede bajo la luz de la fe, todos los aspectos de esta disciplina sagrada se configuran precisamente en torno a Dios.

«La tarea primordial de la teología cristiana es esclarecer cómo ha de entenderse el Dios en el que creemos» (Sokolowski, God of Faith and Reason, 1). Dado que comprender la fe es una tarea que lleva a la cognición humana hasta sus límites creados, la teología sagrada es la más rigurosa de todas las disciplinas y la más precisa de todas las ciencias.

La teología sagrada como ciencia

La teología sagrada es una verdadera ciencia, de hecho, una «ciencia sagrada» (CIC 906). La ciencia (o scientia, en latín) es un tipo específico de conocimiento. Pertenece a la categoría de conocimiento intelectual (a diferencia de conocimiento sensorial).

La naturaleza científica de la teología sagrada tiene su origen en la comprensión/orientación del intelecto humano, en tanto adhiere a los artículos de fe. Como ya se ha señalado, la fe no suprime la inclinación que tiene la razón por comprender. Al contrario, la fe invita a la indagación racional. Así pues, la ciencia teológica es el proceso metódico y deliberado mediante el cual el intelecto humano busca la inteligibilidad de lo que se conoce por la fe. Este proceso se adapta tanto a la naturaleza y el contenido de la revelación divina como a la forma y las limitaciones de la naturaleza humana. En otras palabras, la ciencia teológica refleja la sublimidad sobrenatural de la fe con respecto a las exigencias naturales de la persona humana.

Hay dos tipos de conocimiento intelectual: el mediato y el inmediato. Dado que el conocimiento científico es el resultado del proceso discursivo de la demostración, la teología sagrada es un conocimiento intelectual mediato: funciona a través del medio de la demostración. En resumen, la scientia es un conocimiento intelectual mediato caracterizado por la verdad y la certeza, porque la ciencia se adquiere a través del conocimiento previo de los primeros principios o causas.

Los primeros principios son el fundamento absoluto de cualquier ciencia. Son los puntos de partida —las «primeras verdades»— del razonamiento científico. De hecho, una ciencia sin primeros principios es imposible. Ninguna ciencia prueba o demuestra sus propios primeros principios. Así, la teología sagrada no demuestra sus primeros principios, que son los artículos de fe. Estos primeros principios son revelados por Dios, y el teólogo los recibe en la fe. Es a la luz de los artículos de fe que la teología sagrada avanza discursivamente hacia las verdades contenidas virtualmente en los primeros principios. A través de los artículos de fe («mediatamente»), la ciencia de la teología sagrada es capaz de adquirir más verdades (es decir, conclusiones) prácticamente contenidas en estos primeros principios de fe.

La teología sagrada es, pues, la ciencia de la fe. La fe proporciona la objetividad de esta ciencia sagrada. El objeto formal de la teología sagrada es la revelación divina. En la ciencia teológica, el conocimiento como revelación divina es el aspecto bajo el cual proceden todas las consideraciones científicas. Además, este aspecto unifica todas las consideraciones dentro de la teología sagrada.

El objeto de una ciencia es aquello acerca de lo cual el científico intenta aprender. El objeto propio de la ciencia teológica es el ser divino (ens divinum) tal como se lo llega a conocer a través de la revelación divina. En consecuencia, el objeto principal de la teología sagrada es Dios mismo. Dios es el referente principal de toda ciencia teológica.

De todos modos, aunque no sean Dios mismo, en la ciencia de la teología sagrada pueden considerarse todas las cosas. Estas otras cosas caen dentro del dominio científico de la teología sagrada en referencia a Dios (sub ratione Dei), como procedentes de Dios o como ordenadas a Dios. Este rango universal de «objetos secundarios» dentro de la teología sagrada es único entre todas las ciencias (como, por ejemplo, la filosofía natural, la metafísica, la epistemología). «Es solo porque la razón está iluminada por la fe, que a su vez proviene de Dios, que la teología sagrada puede tener un alcance tan amplio: todo el ser, creado e increado, entra en su consideración» (Wallace, Role of Demostration, 38).

Aunque la teología sagrada procede bajo la influencia formal de la luz divina, sigue siendo una ciencia limitada a la forma en que conocen los seres humanos. El conocimiento humano avanza en un proceso discursivo o demostrativo un paso por vez; la ciencia teológica refleja esta manera humana de conocer.

Todas las ciencias auténticas (scientiae) gozan de certeza en sus conclusiones. No obstante, las conclusiones de la teología sagrada gozan del más alto grado de certeza porque la certeza de las conclusiones teológicas depende de la certeza de los principios de fe divinamente revelados, y pueden resolverse por esta. En otras palabras, todas las conclusiones válidas que se obtienen de la teología sagrada tienen las características de los principios de los que proceden estas conclusiones. Puesto que proceden de Dios, los artículos de fe son absolutamente ciertos, y las conclusiones que se obtienen de los artículos de fe participan de la certeza de estos artículos.

Existe una verdadera coherencia entre la certeza de los artículos de fe y la certeza de las conclusiones teológicas. De todos modos, existe una diferencia entre estos dos tipos de certeza. La certeza de los artículos de fe es una certeza inmediata. Por el contrario, la certeza de las conclusiones teológicas es una certeza mediata o científica que se origina en la capacidad del intelecto humano de ver la conexión entre dos verdades y de extraer una nueva verdad de ellas. Por eso, aunque la certeza de la ciencia teológica participa de la certeza sobrenatural de la fe, siguen siendo certezas distintas. La certeza de la ciencia teológica depende del proceso discursivo del teólogo y, por tanto, se basa en la razón humana y no solo en la luz de la fe. Con lo cual, la certeza de las conclusiones teológicas se deriva de la luz de la razón humana.

Esta distinción entre la certeza de la fe y la certeza de la ciencia teológica no significa que las conclusiones de la ciencia teológica sean inválidas o falsas. Más bien, esta distinción de certezas mantiene precisamente la distinción entre la luz de la fe y la luz de la razón. Cada luz posee su propio tipo de certeza.

La teología sagrada como sabiduría

La teología sagrada es verdaderamente científica en cuanto la inteligencia humana puede realmente comprender con mayor profundidad la verdad revelada por Dios. La revelación divina no es materia de opinión o conjetura. Dado que se origina en la misma ciencia de Dios (en latín, la scientia Dei), la revelación divina es una verdad que tiene máxima certeza e inteligibilidad. Además, la teología sagrada recibe validación del hecho de que los santos en el Cielo ven realmente a Dios tal como es en sí mismo y participan en la ciencia divina de Dios. La contingencia humana no es un impedimento absoluto para la contemplación divina. Aunque los santos del Cielo existen en un estado glorificado, siguen siendo verdaderamente humanos, con todas las limitaciones y restricciones esenciales de la naturaleza humana. Así, los santos son la prueba viviente de que las personas humanas pueden compartir el conocimiento de Dios. La teología sagrada como ciencia es la respuesta humana de los que aquí en la Tierra contemplan los misterios divinos «en la espera de la visión bienaventurada de Dios, consumación de la fe» (CIC 1274). Así pues, los santos del Cielo son la demostración viviente de que la teología sagrada no es un esfuerzo inútil.

Sin embargo, para no llegar a la conclusión de que la teología sagrada se caracteriza exclusivamente por las limitaciones de la criatura humana, es importante recordar que los santos también dan testimonio de otra dimensión de la teología sagrada: la sabiduría (en latín, sapientia). Así como la ciencia subraya el hecho de que la racionalidad creada puede sondear las profundidades de la verdad divina mediante la inferencia, la sabiduría subraya el hecho de que Dios ha invitado a las criaturas racionales a participar en los más altos misterios divinos.

La revelación divina refleja la sabiduría de Dios. «Dispuso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo, y se hacen partícipes de la naturaleza divina» (CIC 51). Los santos muestran que, por la generosidad de Dios, las alturas de la divinidad no son inaccesibles a las personas humanas. «A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria es llamada por la Iglesia “la visión beatífica”» (CIC 1028).

Los santos que están en el Cielo contemplan a Dios y todas las cosas en relación con Dios. Ven el ser de Dios y, en consecuencia, su prioridad absoluta sobre todos los seres. Así, la actividad celestial de los santos les indica a los creyentes cristianos que la sublimidad de Dios es el punto de partida esencial de toda contemplación. Aunque es cierto que los santos en la gloria conocen las alturas de la divinidad con una intimidad que supera con mucho incluso al más creyente de los cristianos, la contemplación íntima e inmediata de los santos manifiesta cómo deben vivir y contemplar todos los amigos de Dios: haciendo referencia a las cosas más elevadas y, en último término, a Dios, el ser absolutamente más elevado. 

La teología sagrada está modelada por las alturas de la sabiduría. Puesto que la ciencia teológica recibe sus primeros principios de Dios, la ciencia teológica está radicalmente comprometida con la sublimidad y la prioridad de sus primeros principios. En consecuencia, la teología sagrada no solo se inclina por las conclusiones extraídas de los primeros principios de la fe. Más bien, la teología sagrada está estructurada en grado supremo en torno a la sublime prioridad de sus primeros principios precisamente como principios. Dado que la labor de la teología sagrada implica siempre una apreciación cada vez más profunda de sus primeros principios divinamente revelados, la teología sagrada es, radicalmente, una sabiduría.

Así pues, la teología sagrada trata de penetrar en la formalidad y el significado de sus primeros principios. Esta tarea de penetración implica ordenar las aclaraciones sobre los artículos de fe que se encuentran en las Escrituras, la Tradición y la enseñanza del Magisterio. El orden sabio que busca la teología sagrada en este contexto surge de su tarea de alcanzar una mayor precisión contemplativa sobre lo que ha sido divinamente revelado.

La tarea de la sabiduría reside también en el reconocimiento de la analogía de la fe. «Por “analogía de la fe” entendemos la cohesión de las verdades de fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación» (CIC 114). Tanto la Encarnación del Verbo Eterno como la Presencia Real de Jesús en la Eucaristía son misterios de fe. Ambos son artículos de fe revelados por Dios. Como ciencia, la teología sagrada puede identificar una miríada de verdades implícitamente contenidas en estos misterios sagrados. Sin embargo, como sabiduría, la teología sagrada también identifica la profunda conexión entre estos misterios sagrados. De hecho, sapiencialmente, la teología sagrada reconoce que una mayor claridad sobre un misterio de fe aclara otro misterio. Por ejemplo, una mayor comprensión de la Encarnación permite una comprensión más profunda del Santísimo Sacramento (y viceversa).

En última instancia, Dios es el misterio más elevado de la fe. Así pues, la expresión más elevada de la sabiduría es contemplar («resolver») todos los principios en referencia a Dios. La centralidad sapiencial de Dios es la verdad consumada de toda la realidad. «La verdad de Dios es su sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo.  Dios, único Creador del cielo y de la tierra, es el único que puede dar el conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él» (CIC 216). Puesto que el Dios de la sabiduría ha revelado su sabiduría a sus criaturas, estas pueden participar en su sabiduría considerando también todas las cosas en su relación con Dios.

«Porque Dios crea con sabiduría, la creación está ordenada» (CIC 299). En efecto, su creación está ordenada a Él. Así, las maravillas de Dios y el universo que ha creado nos impulsan «a darle gracias por todas sus obras y por la inteligencia y la sabiduría que da a los sabios e investigadores. Con Salomón pueden decir: “Fue Él quien me concedió el conocimiento verdadero de cuanto existe, quien me dio a conocer la estructura del mundo y las propiedades de los elementos... porque la que todo lo hizo, la Sabiduría, me lo enseñó”» (CIC 283).

La teología sagrada tiene su origen en la sabiduría de Dios, y como sabiduría, la teología sagrada nunca depone su preocupación por los artículos de fe. Dios creó en la sabiduría. Dios revela en la sabiduría. Y a causa de la sabiduría, la teología sagrada nunca deja de contemplar todo lo que Dios creó en referencia a la revelación divina.

El significado del carácter científico y sapiencial de la teología sagrada

¿Por qué es importante el carácter científico y sapiencial de la teología sagrada? ¿Realmente importa que la teología sagrada sea una ciencia y una sabiduría? La respuesta es un resonante «sí».

Recordemos que la naturaleza de la teología científica es partir de principios y llegar a conclusiones. Recordemos también que pertenece a la esencia de la sabiduría emitir juicios sobre las cosas en relación con los principios más elevados, e incluso juicios sobre otros principios. En pocas palabras, la ciencia se ordena en torno a conclusiones y la sabiduría se configura en torno a principios. Tanto la ciencia como la sabiduría suponen la dinámica del conocimiento humano y se adentran en ella. Dado que el conocimiento humano trata de la conformidad de la cognición humana con los objetos conocidos, tanto la ciencia como la sabiduría están configuradas por la naturaleza de la cognición humana y de la realidad conocida.

El conocimiento humano supone y depende de que la realidad sea inteligible. El orden conforma y permea las cosas reales. En consecuencia, las cosas reales son conocibles. Si la realidad no fuera inteligible, ni la ciencia ni la sabiduría serían posibles. Tanto la ciencia como la sabiduría avanzan a través de la inteligibilidad para comprender las implicancias que resultan de la forma de las cosas, así como la correlación que resulta de estas formas. Por consiguiente, si la realidad no procede del conocimiento de Dios, no hay ciencia ni sabiduría.

La «ciencia de Dios y de los santos» (en latín, scientia Dei et beatorum) es el fundamento de la teología sagrada aquí en la Tierra. La teología sagrada se diferencia del conocimiento de Dios que los bienaventurados gozan en el cielo porque el conocimiento de Dios que alcanzamos en la Tierra no es inmediato. Dios se conoce a sí mismo inmediatamente. Los santos ven a Dios «cara a cara» (1 Co 13:12). A diferencia del conocimiento beatífico de los santos, nuestro conocimiento de Dios se ciñe al proceso por el que avanza y se desarrolla el entendimiento humano en esta vida. La contemplación terrena de Dios no es inmediata, sino que se desarrolla a través de pasos discursivos.

La ciencia y la sabiduría ponen de relieve el verdadero potencial de la naturaleza humana. La naturaleza humana es capaz de santificarse, y la cognición humana es capaz de elevarse al orden sobrenatural. El conocimiento humano puede llegar a conocer de verdad un objeto revelado que excede los límites innatos de la naturaleza humana. Sin embargo, la cognición humana sigue siendo humana incluso después de haber sido elevada. Este punto es sumamente importante. Si la inteligencia humana no pudiera elevarse al orden de la gracia, seríamos incapaces de ordenar toda nuestra vida, todas nuestras acciones y, de hecho, todo nuestro ser hacia Dios como fin sobrenatural. El motivo es que las acciones humanas más profundas y auténticas se derivan del conocimiento. Así como la gracia sana, perfecciona, eleva y transforma la naturaleza humana, la revelación divina sana, perfecciona, eleva y transforma el entendimiento humano.

Una de las características singulares de la cognición humana es su capacidad de considerar sus propios procesos y reflexionar sobre ellos. Se trata de una de las grandes dignidades de la inteligencia humana. Así, el entendimiento humano —como sanado, perfeccionado, elevado y transformado— es capaz de reconocerse a sí mismo como sanado, perfeccionado, elevado y transformado. Como es capaz de considerar sus propios procesos, la cognición humana puede reconocer cómo funciona el entendimiento humano, tanto bajo la luz de la razón como bajo la luz de la fe. En consecuencia, la cognición humana puede reconocerse a sí misma tanto en el orden natural como en el sobrenatural. Así como el intelecto humano se perfecciona y se realiza a través del conocimiento de la realidad natural, el intelecto humano se perfecciona y se realiza sobrenaturalmente a través del conocimiento de los misterios divinos. La sagrada teología, como ciencia y como sabiduría, aprecia formalmente la dinámica del conocimiento humano en relación con los objetos conocidos, sean estos naturales o sobrenaturales.

Esta dinámica entre la realidad divina y el entendimiento humano yace en el corazón de la teología sagrada. Como hemos observado, la teología sagrada no consiste en la realidad divina divorciada del entendimiento humano. La teología sagrada tampoco es una ciencia de la cognición humana divorciada de los misterios sagrados. Tanto la forma de la realidad divina como la forma de la cognición humana guían la naturaleza y la práctica de la teología sagrada, y la convierten realmente en una ciencia y una sabiduría.

La ciencia y la sabiduría describen cómo la fe eleva la razón y cómo la gracia eleva la naturaleza, de hecho, cómo los objetos divinos transforman el entendimiento humano. La capacidad de la cognición humana de reflexionar sobre sí misma —incluso cuando está guiada por la gracia— nos permite advertir que la cognición humana sigue siendo lo que es incluso cuando se eleva al orden sobrenatural. De esta manera, la teología sagrada como ciencia y como sabiduría marca la santificación de la inteligencia humana y sirve de registro de esta.

El carácter científico y sapiencial de la teología sagrada es algo así como un consuelo disciplinar. La ciencia y la sabiduría teológicas ponen de manifiesto que hay consonancia entre lo humano y lo divino, entre el orden natural y el orden sobrenatural del ser. La revelación divina no anula ni echa a perder la cognición humana. La ciencia y la sabiduría confirman que lo humano es verdaderamente capaz de elevarse a lo divino.

El reconocimiento de la ciencia teológica y de la sabiduría teológica también demuestra cómo este proyecto —el objetivo de la fe que busca comprender— puede seguir avanzando. En otras palabras, una valoración de la ciencia y la sabiduría impide que la teología sagrada olvide su objetivo disciplinario (Dios) y su luz orientadora (la fe).

En resumen, la naturaleza científica y sapiencial de la teología sagrada es a la vez un consuelo y una confirmación del poder sanador y transformador de la revelación divina. La naturaleza científica de la teología muestra cómo la teología sagrada procede de un modo eminentemente humano, según una formalidad objetivamente divina, sin perder nunca su orientación hacia la verdad. La naturaleza sapiencial de la teología orienta la disciplina sagrada en relación con sus principios más elevados (e incluso en relación con los primeros principios de otras disciplinas).

IV. Aspectos específicos de la teología sagrada

Dado que la teología sagrada se define como la «fe que busca comprender», tanto el carácter de la fe como la estructura del entendimiento guían la contemplación teológica. Como ya se señaló, la teología sagrada se sitúa a caballo entre la simplicidad de Dios y la unidad de la revelación divina, por un lado, y la complejidad de la cognición humana, por otro. Esta dualidad simplicidad-complejidad ayuda a explicar por qué existen diferentes tipos de teología católica. La historia de la teología está jalonada por diferentes «escuelas» de pensamiento cristiano. Hay una fe cristiana, pero puede haber diferentes teologías cristianas.

Aunque estas teologías diferentes tienen diferencias doctrinales notables y significativas, comparten una unidad fundamental. Todas las expresiones auténticas de teología cristiana tienen en común la fe. Todas reciben la revelación divina y adhieren a ella. Ningún teólogo católico o escuela teológica católica niega ninguno de los artículos de fe. De hecho, todos ellos reconocen que la revelación divina es el punto de partida necesario para su reflexión teológica.

La aceptación de la revelación divina es absolutamente necesaria para la teología católica. Sin esta adhesión formal a la revelación divina, la teología católica dejaría de ser «católica». Las teologías católicas son específicamente católicas por su adhesión fiel a la revelación divina, que incluye como condición necesaria haber sido propuesta por la Iglesia.

Por tanto, las diferencias que caracterizan a las múltiples escuelas o expresiones de la teología católica no pertenecen al orden de la fe. Más bien, estas diferencias surgen del orden de la razón y el entendimiento. Todo teólogo católico busca comprender la fe de modo sincero. Pero no todos los teólogos católicos entienden la fe del mismo modo. Hay diferentes interpretaciones y conclusiones sobre lo que Dios ha revelado divinamente.

¿A qué se deben estas diferencias en la forma de entender la fe? En el fondo, las diferencias que existen entre los teólogos católicos y entre sus respectivas escuelas teológicas se explican por las diferentes creencias filosóficas. Dichas creencias filosóficas son supuestos sobre el ser y la realidad con los que los teólogos abordan inevitablemente a su trabajo. El concepto de ser que tiene cada uno —uno de los grandes temas filosóficos— condiciona necesariamente lo que cada uno entiende por revelación divina. ¿Por qué? Porque la revelación divina abunda en afirmaciones sobre el ser divino y divinizado. En otras palabras, la manera de concebir el ser natural afectará necesariamente a la manera de entender el ser divino. Además, el modo en que uno concibe la naturaleza humana afecta al modo en que uno entiende la naturaleza humana transformada por la gracia. «Es imposible llevar a cabo el proyecto de la teología sistemática sin un compromiso explícito con determinadas opciones filosóficas» (Dulles, Craft of Theology, 119).

Puesto que la teología es fe que busca comprender, el contenido de la comprensión filosófica influirá en la comprensión teológica de la fe. Como observa Joseph Ratzinger «la especulación teológica está ligada a la indagación filosófica como metodología básica». En efecto, «si la teología tiene que ver principalmente con Dios, si su tema último y propio no es la historia de la salvación o la Iglesia o la comunidad, sino simplemente Dios, entonces debe pensar en términos filosóficos» (Ratzinger, Principles of Catholic Theology, 316). Ratzinger continúa:

Por otra parte, no se puede negar que la filosofía precede a la teología e, incluso después de la revelación, nunca es subsumida por la teología, sino que continúa siendo un camino independiente del espíritu humano, de tal manera, sin embargo, que la especulación filosófica puede entrar en la especulación teológica sin ser por ello destruida como filosofía. (Ratzinger, Principles of Catholic Theology, 316)

Los presupuestos filosóficos son directamente relevantes para las conclusiones teológicas sobre la revelación divina, aunque los supuestos filosóficos sigan siendo propiamente filosóficos y supuestos. La teología y la filosofía son dos disciplinas diferentes. La teología está definida por primeros principios sobrenaturales, y la filosofía, por primeros principios naturales.

Por supuesto, «la Iglesia no tiene una filosofía propia ni canoniza ninguna filosofía en particular con preferencia a otras» (Juan Pablo II, Fides et ratio, 49). La Iglesia no prescribe ni proscribe ninguna filosofía específica como filosofía. La filosofía surge de la inclinación humana natural a conocer la verdad sobre la realidad a la luz de la razón natural. A la Iglesia se le ha confiado el depósito de la fe. Ella no ejerce el gobierno sobre el razonamiento natural de los filósofos, precisamente en cuanto filósofos. No obstante, la Iglesia reconoce que «el estudio de la filosofía es fundamental e indispensable para la estructuración de los estudios teológicos» (Juan Pablo II, Fides et ratio, 62). Así lo explica Juan Pablo II:

Corresponde al Magisterio indicar, ante todo, los presupuestos y conclusiones filosóficas que fueran incompatibles con la verdad revelada, formulando así las exigencias que desde el punto de vista de la fe se imponen a la filosofía. Además, a medida que se ha desarrollado el saber filosófico, han surgido diversas escuelas de pensamiento. Este pluralismo sitúa también al Magisterio ante la responsabilidad de expresar su juicio sobre la compatibilidad o no de las concepciones de fondo sobre las que estas escuelas se basan con las exigencias propias de la palabra de Dios y de la reflexión teológica. (Juan Pablo II, Fides et ratio, 50) 

Aunque no le corresponde a la Iglesia gobernar la especulación filosófica de modo directo, sí reconoce cuándo determinados principios filosóficos y conclusiones particulares se oponen a la revelación divina. El papel de la Iglesia como guardiana de la revelación divina le permite emitir juicios sobre la filosofía.

Por ejemplo, la Iglesia no regula si los teólogos deben mantener la distinción real entre principios filosóficos como la esencia y la existencia o la potencia y el acto. Los teólogos pueden adherir a diferentes concepciones del ser real. Pero la Iglesia sí reconoce que cualquier sistema filosófico que niegue formalmente la existencia del ser o de la verdad es fundamentalmente irreconciliable con la fe cristiana. En consecuencia, puede oponerse legítimamente a principios filosóficos desde el punto de vista de la revelación divina: la luz de la fe. Algunas posiciones filosóficas no pueden conciliarse con las verdades de la fe. Así, «a efectos de la reflexión teológica, no todos los sistemas filosóficos son igualmente válidos» (Dulles, Craft of Theology, 132).

En resumen, la Iglesia no resuelve directamente cuestiones propiamente filosóficas ni toma determinaciones sobre cuestiones formalmente filosóficas. Pero puede abordar cuestiones filosóficas de manera indirecta, en tanto y en cuanto las cuestiones filosóficas sean relevantes para los temas de la fe. Por eso, debido a la jurisdicción de la Iglesia en cuestiones de fe, está interesada en el dominio de la razón. Por ejemplo, la naturaleza del alma racional pertenece al ámbito de la investigación filosófica. En consecuencia, la Iglesia no exige que los cristianos apoyen una determinada concepción filosófica del alma (por ejemplo, una concepción aristotélica o platónica del alma). Pero si una filosofía sostuviera que el alma no es inmortal, tal posición filosófica sería claramente falsa porque es irreconciliable con la fe.

La Iglesia, por tanto, no discrimina contra diferentes filosofías precisamente como filosofías. Su preocupación es solo la compatibilidad de diferentes escuelas filosóficas «con las exigencias de la Palabra de Dios y de la reflexión teológica» (Juan Pablo II, Fides et ratio, 50). Este tipo muy específico de preocupación eclesial, sin embargo, no significa que todas las filosofías sean igualmente correctas o que no exista una verdad filosófica. Las afirmaciones filosóficas que son contradictorias entre sí no pueden ser verdaderas (por ejemplo, la forma y la materia o son realmente distintas o no son realmente distintas). Es posible conocer ciertas verdades a la luz de la razón natural. Y precisamente porque toda verdad es, en última instancia, la verdad de Dios, la Iglesia ha animado continuamente a los filósofos en su búsqueda continua de la verdad que se conoce por medios naturales.

Ha habido muchos teólogos católicos influyentes de diferentes posturas filosóficas (por ejemplo, Agustín, Máximo, Buenaventura, Scoto, Molina, Suárez). La Iglesia ha reconocido siempre a Tomás de Aquino como el progenitor de una tradición intelectual singularmente eficaz (véase León XIII, Aeterni Patris). De hecho, incluso en el siglo XX, los teólogos han observado que el Vaticano II «recomendaba que la teología se basara en la herencia filosófica perennemente válida que llega a través de Tomás de Aquino». Obviamente, «esto no significa una adhesión rígida o servil a la corriente escolástica, pero sí implica una serena confianza en que los principios básicos utilizados para el razonamiento teológico a lo largo de los siglos no han perdido su validez» (Dulles, Craft of Theology, 127).

Por supuesto, el tomismo no es la única tradición intelectual que tiene validez. Las tradiciones intelectuales procedentes de Agustín, Scoto y Molina, por nombrar solo algunas, han sido formidables y significativas en la historia de la Iglesia. No obstante, «la Iglesia ha propuesto siempre a Santo Tomás como maestro del pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología» (Juan Pablo II, Fides et ratio, 43).

Subdisciplinas teológicas

«Las teologías robustas pueden partir de perspectivas filosóficas diferentes, pero al final deben converger hacia una expresión armoniosa del sentido de la revelación» (Dulles, Craft of Theology, 132). Las teologías católicas pueden divergir en posiciones doctrinales, pero todas comparten la misma formalidad y orientación fundamentales: expresar el sentido de la revelación divina. Este objetivo unifica la práctica de la teología sagrada.

Dentro de este objetivo unificado, puede haber diferentes especializaciones teológicas. Estas especializaciones suelen denominarse «tipos» diferentes de teología católica. Sin embargo, estas diferencias son de naturaleza accidental más que sustancial. Son diferencias de énfasis (o, tal vez, de método) más que diferencias en la forma de la disciplina. Todas las subdisciplinas teológicas caen bajo los principios unificadores de esta ciencia y sabiduría sagradas.

El Catecismo de la Iglesia Católica explica que «la fe cristiana no es una “religión del Libro”. El cristianismo es la religión de la “Palabra de Dios, no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo”» (CIC 108). Por tanto, la teología católica no es solo exégesis bíblica. Las Sagradas Escrituras son una fuente privilegiada de la revelación divina, pero no es el cauce exclusivo de las enseñanzas sagradas de Dios. «Como loci munido de autoridad, las Escrituras y la Tradición constituyen juntas una norma creada por la que la Iglesia discierne lo que Dios ha revelado. En última instancia, por supuesto, solo Dios es el motivo intrínseco u objeto formal de la fe. La Escritura y la Tradición son el canal a través del cual se manifiesta la autoridad de Dios» (Dulles, Assurance of Things, 189). Las Escrituras y la Tradición son inseparables. «La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La Tradición[Santa] recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los apóstoles» (CIC 81). El Catecismo continúa: «De ahí resulta que la Iglesia, a la cual está confiada la transmisión y la interpretación de la Revelación, “no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Y así se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción”» (CIC 82).

Siguiendo el ejemplo de la Iglesia, la teología católica se apoya tanto en la Escritura como en la Tradición porque el depósito de la fe está contenido en ambas (CIC 84). El Concilio Vaticano II explica cómo la Escritura y la Tradición guían el trabajo de la teología sagrada:

La Sagrada Teología se apoya, como en cimientos perpetuos, en la palabra escrita de Dios, al mismo tiempo que en la Sagrada Tradición, y con ella se robustece firmemente y se rejuvenece de continuo, investigando a la luz de la fe toda la verdad contenida en el misterio de Cristo. Las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios y, por ser inspiradas, son en verdad la palabra de Dios; por consiguiente, el estudio de la Sagrada Escritura ha de ser como el alma de la Sagrada Teología. (Dei Verbum, 24)

Así pues, a lo largo de la historia, los teólogos han dedicado una atención particular al estudio de la página sagrada y a las fuentes teológicas de la tradición de la Iglesia. «Se trata de una “teología positiva” en el sentido de que trata de ubicar las verdades “postuladas” en la revelación y formuladas por la Iglesia... Es la teología como disciplina que reúne pruebas para determinar lo que realmente ha sido revelado» (Mansini, Fundamental Theology, 262). Así pues, la teología positiva concierne el estudio de la Biblia, los dogmas de la Iglesia y los Padres de la Iglesia. Los estudios bíblicos, la historia del dogma y la patrística entran en el ámbito de la teología positiva.

Melchor Cano (1509–1560) identificó diez «lugares» teológicos o fuentes autorizadas (loci theologici), que son relevantes para la teología positiva: (1) La autoridad de las Sagradas Escrituras, (2) la autoridad de las tradiciones de Cristo y de los Apóstoles, (3) la autoridad de la Iglesia, (4) la autoridad de los Concilios, (5) la autoridad de la Iglesia Romana, (6) la autoridad de los Padres antiguos (7) la autoridad de los teólogos escolásticos, (8) la razón natural, (9) la autoridad de los filósofos, y (10) la autoridad de la historia humana. «Estas son las fuerzas que el teólogo puede utilizar para formar conclusiones que se consideran perfectamente ciertas a la luz de la revelación virtual o mediata» (Fenton, What is Sacred Theology, 91–92). Dado que la ciencia teológica se basa de manera particular en la autoridad para su argumentación y análisis, cada uno de estos diez loci se organiza según los diferentes grados y tipos de autoridad que determinan el discurso teológico. Es más, la teología positiva trata de identificar de forma sistemática los criterios por los que se pueden establecer e interpretar los datos que pertenecen a cada una de estas fuentes particulares.

«La preocupación de la teología fundamental» es «justificar y explicitar la relación entre la fe y la reflexión filosófica» (Juan Pablo II, Fides et ratio, 67). Al igual que la teología positiva, la teología fundamental considera la revelación divina. La diferencia entre las dos disciplinas es que la teología positiva considera la revelación divina en sus expresiones materiales mientras que la teología fundamental considera la revelación divina en sus elementos formales. Al estudiar «la Revelación y su credibilidad, junto con el correspondiente acto de fe», la teología fundamental intenta «demostrar la íntima compatibilidad entre la fe y su exigencia fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento en plena libertad»  (Juan Pablo II, Fides et ratio, 67).

La teología dogmática trabaja «para articular el sentido universal del misterio de Dios Uno y Trino y de la economía de la salvación tanto de forma narrativa, como sobre todo de forma argumentativa» (Juan Pablo II, Fides et ratio, 66). La teología dogmática (a veces denominada teología «sistemática») intenta encontrar el orden entre las verdades reveladas y la conexión entre ellas. Las «partes integrales» de la teología dogmática incluirían temas como la Trinidad, la Persona de Jesucristo, los sacramentos y cuestiones relacionadas con la antropología teológica (Mansini, Fundamental Theology, 262).

La teología moral es una ciencia que examina el camino humano hacia Dios. Es «una reflexión que concierne a la “moralidad”, o sea, al bien y al mal de los actos humanos y de la persona que los realiza; pero es también “teología”, en cuanto reconoce el principio y el fin del comportamiento moral en el único que es «Bueno» y que, dándose al hombre en Cristo, le ofrece las bienaventuranzas de la vida divina» (Juan Pablo II, Veritatis splendor, 29). Dentro de la teología moral se examinan temas como la bienaventuranza sobrenatural, la acción humana, la virtud, el vicio, el pecado, la ley y la gracia.

Las teologías ascética y mística también pueden situarse dentro de la teología moral. La teología ascética se ocupa especialmente de la práctica de las virtudes y de la renuncia a los vicios e imperfecciones. La teología mística se ocupa generalmente de la contemplación infusa (más que adquirida) de los misterios de la fe y de las gracias extraordinarias (por ejemplo, visiones y revelaciones privadas). Al igual que la teología moral, la ascética y la mística tienen en cuenta los principios universales de la vida cristiana (por ejemplo, la gracia, la virtud infusa, los dones del Espíritu Santo). Sin embargo, las teologías ascética y mística también tienen en cuenta el hecho de que el Espíritu Santo puede comunicar gracias extraordinarias a ciertas almas que no se rigen por la experiencia cristiana común y corriente (véanse las vidas y escritos de Santa Catalina de Siena, Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz).

Además, Juan Pablo II explica que la teología pastoral (o «teología práctica») es una «disciplina teológica verdadera y propia». Concretamente, «es una reflexión científica sobre la Iglesia en su vida diaria, con la fuerza del Espíritu, a través de la historia; sobre la Iglesia como “sacramento universal de salvación”, como signo e instrumento vivo de la salvación de Jesucristo en la Palabra, en los sacramentos y en el servicio de la caridad» (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 57). Juan Pablo II subraya el hecho de que «la teología pastoral no es solo un arte ni un conjunto de exhortaciones, experiencias y métodos». Como auténtica ciencia teológica, «recibe de la fe los principios y criterios de la acción pastoral de la Iglesia en la historia». Por lo tanto, «el estudio de la teología pastoral debe iluminar su aplicación práctica» (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 57). Las implicancias de la revelación divina, para la Iglesia y para la vida cristiana, ocupan un lugar central en la teología pastoral.

V. Las implicancias de la teología sagrada

Dios habla desde su unidad esencial acerca de su ser unificado. Dios no puede contradecirse. La revelación divina refleja la unidad divina. Lo revelado por Dios es esencialmente coherente. En consecuencia, las doctrinas exploradas en la teología sagrada gozan de una coherencia mutuamente referencial. Concretamente, no se puede negar ni un solo artículo de la fe sin agraviar al conjunto de la revelación divina.

La contemplación teológica reconoce y respeta la integridad de la revelación divina. Por ejemplo, quién es Dios en sí mismo tiene profundas implicancias para la Encarnación: el Verbo Eterno hecho carne. Y la Encarnación rige directamente la práctica sacramental de la Iglesia católica. Además, la vida sacramental de la Iglesia orienta la vida moral de la persona humana. Y la vida moral está ordenada, en última instancia, a la salvación, a la unión con Dios. La forma de entender una doctrina cristiana tiene profundas implicancias en la forma de entender otras doctrinas cristianas.

La Sagrada Teología, como ciencia y como sabiduría, no está desconectada de la vida real. Como se ha señalado anteriormente, el párrafo inicial del Catecismo de la Iglesia Católica destaca de manera bella la profunda integración que existe entre la doctrina cristiana y la vida cristiana. Más adelante, el Catecismoinvoca explícitamente la importancia de los teólogos en la instrucción práctica de la Iglesia: «En la obra de enseñanza y de aplicación de la moral cristiana, la Iglesia necesita la dedicación de los pastores, la ciencia de los teólogos, la contribución de todos los cristianos y de los hombres de buena voluntad» (CIC 2038).

La vida cristiana no es una actividad aislada. Todas las personas están invitadas a ser discípulos de Cristo y a seguir las huellas del Salvador. Sin embargo, nadie puede ser discípulo del Señor sin una ayuda sobrenatural y un sabio consejo espiritual. La teología sagrada permite que los creyentes entiendan cómo la Iglesia proporciona ambas cosas.

Implicancias sacramentales

«Los siete sacramentos son los signos y los instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia, que es su Cuerpo» (CIC 774). Más que meros símbolos de fe, los sacramentos santifican verdaderamente a la persona humana. Provocan un cambio real en sus destinatarios. A través de la celebración de los sacramentos, las personas humanas se encuentran realmente con Dios, y Dios cambia realmente a las personas humanas (Feingold, Touched by Christ; O'Neill, Meeting Christ). Dado que el objeto de la teología es Dios y todas las cosas que guardan relación con Él, los sacramentos ocupan un lugar central en esta ciencia sagrada (véase Cessario, Seven Sacraments, 7–15).

«Celebrados dignamente en la fe, los sacramentos confieren la gracia que significan. Son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo» (CIC 1127, énfasis en el original). El principal efecto de los sacramentos es la gracia (Nutt, General Principles, 139–150), y tanto la gracia como los sacramentos suponen un destinatario humano. La gracia no flota en la atmósfera aeviterna. La gracia siempre está ordenada a un destinatario humano. Del mismo modo, los sacramentos fueron instituidos y se celebran para la salvación de las almas. Así pues, la gracia y los sacramentos giran en torno a la naturaleza de la persona humana y a la naturaleza de Dios. En efecto, la gracia permite que la persona humana exista y viva de manera proporcional a la divinidad. Por la gracia, la persona humana participa realmente de la vida divina. «La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria» (CIC 1997, énfasis en el original).

Una aproximación robusta y fiel a la teología sagrada afectará la manera de entender el papel de Dios la formación del creyente cristiano. Las ideas teológicas erróneas sobre Dios, sobre la persona humana y sobre la persona humana en relación con Dios dan lugar a una comprensión inexacta —y a una infravaloración— de los sacramentos. Solo una teología robusta puede explicar por qué los sacramentos son necesarios para la salvación humana. Además, solo una teología robusta permite a los cristianos entender cómo funcionan los sacramentos. Por último, solo una teología robusta puede explicar el efecto que tienen los siete sacramentos en la persona humana.

Dado que la teología sagrada explora la inteligibilidad de la revelación divina, el teólogo es capaz de apreciar la necesidad de los siete sacramentos. Jesucristo instituyó los sacramentos por una razón: la salvación humana. Y la salvación humana no es otra cosa que la unión real de la persona humana con Dios en la comunión beatífica. Por tanto, la teología sacramental depende de lo que se ha revelado sobre la naturaleza de Dios, la naturaleza humana y Jesucristo, el Verbo Encarnado, que asumió una naturaleza humana «por nosotros los hombres y por nuestra salvación.» Una comprensión inexacta de Dios, de la naturaleza humana y de Jesucristo lleva a concepciones inexactas sobre el origen de los sacramentos. Bajo la influencia de estas concepciones inexactas de la economía de la salvación, podría considerarse erróneamente que los sacramentos se instituyeron caprichosamente. Pero una comprensión correcta de la revelación divina revela cuán profundamente adecuados son los sacramentos para las necesidades salvíficas de la persona humana.

La mecánica de los sacramentos también entra dentro de la consideración de la teología sagrada. La causalidad es un concepto profundamente importante para los sacramentos. En efecto, el mero hecho de que los sacramentos requieran elementos sensibles y materiales —elementos del orden creado de las cosas, como el agua y el vino— invita a la reflexión teológica. Comprender lo que Dios ha revelado sobre los sacramentos permite apreciar cómo los elementos naturales y ordinarios pueden convertirse en instrumentos sagrados que causan realmente la gracia en los dignos destinatarios de los sacramentos. Una apreciación teológica de la relación de la creación con Dios —y de la autoridad y el poder de Dios sobre toda la creación— es indispensable para comprender la causalidad sacramental.

Por último, una teología robusta permite comprender los efectos específicos de cada uno de los siete sacramentos. La naturaleza de la gracia y el carácter sacramental son temas teológicos que tienen profundas implicancias sacramentales. Por ejemplo, el hecho de que el carácter sacramental es un cambio permanente en el alma, y el hecho de que solo tres de los sacramentos imprimen carácter sacramental (es decir, el Bautismo, la Confirmación y el Orden Sagrado), ayudan a los creyentes a entender por qué algunos de los sacramentos solo pueden recibirse una vez, mientras que otros deben recibirse muchas veces. Es más, el carácter sacramental explica por qué hay un orden entre los sacramentos: por ejemplo, uno no puede recibir el sacramento de la Confirmación antes de recibir el sacramento del Bautismo.

De este modo, la teología permite que los creyentes cristianos entiendan la necesidad y el significado de los sacramentos en la vida cristiana. Un profundo aprecio por los sacramentos depende necesariamente de una sólida comprensión teológica.

Implicancias pastorales y espirituales

La teología sagrada intenta comprender cómo actúa Dios en el interior de las capacidades innatas de las personas humanas. Dios no destruye nuestras potencias naturales. La naturaleza humana sigue siendo verdaderamente humana aun cuando es elevada al orden y a la actividad de la gracia. Así entonces, la teología católica reconoce el hecho de que Dios no subyuga a las personas humanas ni sus capacidades innatas. «La libre iniciativa de Dios exige la respuesta libre del hombre, porque Dios creó al hombre a su imagen concediéndole, con la libertad, el poder de conocerle y amarle». Dado que las contingencias de la naturaleza humana hacen que el amor humano sea intrínsecamente libre, «el alma solo libremente entra en la comunión del amor.» De ahí que «Dios toca inmediatamente y mueve directamente el corazón del hombre» (CIC 2002).

La persona humana, por tanto, participa de verdad de la realidad del conocimiento y el amor de Dios. «El hombre tiene la vocación de hacer manifiesto a Dios mediante sus obras humanas, en conformidad con su condición de criatura hecha “a imagen y semejanza de Dios”» (CIC 2085). Y la comprensión teológica reconoce que las vidas moral y espiritual no se reducen a observar leyes y costumbres arbitrarias. «La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla» (CIC 1999). La moral cristiana no es opresiva. Al contrario, es una invitación transformadora a conocer, amar y desear de un modo conforme al conocimiento y al amor de Dios. La gracia divina y la virtud cristiana liberan a la persona humana.

Una teología robusta, por tanto, es de valor indispensable para quienes proporcionan consejo pastoral sobre cómo vivir la vida cristiana. Es imposible explicar la realidad liberadora de la vida cristiana o poner en práctica un auténtico consejo pastoral sin comprender de modo adecuado quién es Dios y cómo perfecciona a la persona humana. En otras palabras, las implicancias prácticas se derivan de la comprensión especulativa.

La comprensión especulativa no es hipotética ni está desconectada de la realidad. Es más bien una profunda atención a la dinámica de la realidad. La esencia del conocimiento especulativo es el conocimiento de la verdad por la verdad, y el conocimiento especulativo es el fundamento de cualquier conocimiento práctico. El conocimiento práctico supone el conocimiento especulativo, pero añade una dimensión más: la acción. El fin del conocimiento especulativo es conocer la verdad. El fin del conocimiento práctico es la verdad aplicada a la acción.

Así, el conocimiento sobre Dios y la persona humana es intrínsecamente relevante para la dinámica de la vida espiritual y del ministerio pastoral. Un ministerio eficaz supone necesariamente una comprensión teológica precisa. El ministerio no puede divorciarse de la verdad sobre Dios o la persona humana porque la unión de la persona humana con Dios es precisamente el objetivo del ministerio pastoral. Por tanto, la precisión y claridad teológicas siempre tienen implicancias prácticas.

Además, el consejo pastoral se basa en la inmutabilidad perfecta de Dios. Su bondad, su verdad, su sabiduría y su amor nunca cesan. En cambio, las personas humanas están sujetas al cambio. Por eso, una teología católica robusta ofrece a los pastores de la Iglesia una profunda esperanza ministerial. En esta vida, no hay pecado ni desorden alguno que inhabilite a nadie de ser amigo de Dios. A través de los siete sacramentos de la Iglesia católica, Dios mismo ha proporcionado los medios a través de los cuales las personas humanas pueden experimentar la transformación en la misericordia y el amor de Dios. Esta transformación no niega el hecho de que las personas humanas puedan vivir vidas desordenadas, vidas que no están orientadas a la unión beatífica con Dios. Y, sin embargo, la verdad y la bondad esenciales de Dios son más reales que el desorden y el quebrantamiento humanos. Una teología robusta permite que los ministros recuerden que las personas humanas siempre pueden acceder a conocer al Dios real y verdadero de un modo que realmente salva.

Una comprensión teológica errónea o insuficiente inhibe el ministerio pastoral. En ausencia de una teología robusta, los esfuerzos pastorales pueden concebirse de forma racionalista o fideísta. Ambas concepciones son contrarias al ministerio pastoral holístico porque o bien niegan el papel sobrenatural de Dios en la salvación humana (es decir, el racionalismo), o bien restan importancia a la persona humana como destinatario real de la gracia de Dios (es decir, el fideísmo).

Una teología robusta permite que el pastor exprese verdades profundas a aquellos de quienes se ocupa. Por eso la formación en el seminario hace hincapié en la instrucción teológica. Nadie puede enseñar sobre la vida cristiana sin comprender lo que significa exactamente la vida cristiana.

VI. Los Papas Francisco, Benedicto XVI y Juan Pablo II sobre la teología

Por un lado, un estudio respetuoso del carácter rigurosamente científico de cada una de las disciplinas teológicas contribuirá a la formación más completa y profunda del pastor de almas como maestro de la fe; por otro lado, una adecuada sensibilidad en su aplicación pastoral hará que sea el estudio serio y científico de la teología  verdaderamente formativo para los futuros presbíteros. (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 55)

Los tres papas más recientes han hablado, en diversos contextos, sobre la naturaleza y la importancia de la teología dentro de la Iglesia católica. Existe una continuidad fundamental en sus respectivas presentaciones de la teología católica.

San Juan Pablo II fue un brillante filósofo, que se especializó en la dinámica de la persona humana. Benedicto XVI fue uno de los teólogos más significativos del siglo XX e hizo mucho por clarificar y continuar la renovación iniciada por el Concilio Vaticano II. El papado del Papa Francisco está profundamente caracterizado por la solicitud pastoral de un pastor sumamente devoto a su rebaño. Dios ha bendecido a su Iglesia con vivos ejemplos de indagación filosófica, contemplación teológica y celo pastoral, todo ello al servicio del Pueblo de Dios.

La complementariedad de estos tres papas se extiende incluso a sus enseñanzas sobre la naturaleza de la teología sagrada. De hecho, sus descripciones sobre la naturaleza y la importancia de la teología proporcionan un relato cohesivo de esta disciplina sagrada, un relato que sigue siendo continuamente relevante para los teólogos.

El Papa Francisco sobre la teología y el deseo de fe

En su encíclica papal de 2013, Lumen fidei, el Papa Francisco ofreció una visión general de la relación entre la fe y la teología: «Al tratarse de una luz, la fe nos invita a adentrarnos en ella, a explorar cada vez más los horizontes que ilumina, para conocer mejor lo que amamos» (Francisco, Lumen Fidei, 36). El deseo del amor está en el centro de la presentación que hace el Santo Padre de la teología sagrada. Recuerda al mundo que «la teología cristiana nace de este deseo». Así, la teología de la Iglesia cristiana es una disciplina que surge del profundo anhelo humano de conocer a Dios, el objeto de nuestro amor.

De este modo, Dios, la persona humana y la orientación de la persona humana hacia Dios en la fe sirven de fundamento a la teología. La teología es el deseo propiamente humano de conocer cada vez mejor al Dios que amamos y que nos amó primero y nos ha revelado su amor.

Por supuesto, la manifestación suprema del amor de Dios por la humanidad es Jesucristo, el Verbo encarnado. El mismo Señor encarnado explica la existencia de la teología, así como su sublime tarea. «La teología es imposible sin la fe y forma parte del movimiento mismo de la fe, que busca la inteligencia más profunda de la autorrevelación de Dios, cuyo culmen es el misterio de Cristo» (Francisco, Lumen Fidei, 36). Mediante la Encarnación del Verbo Eterno, Dios nos ha mostrado que «es sujeto que se deja conocer y se manifiesta en la relación de persona a persona». Por lo tanto, «la fe recta orienta la razón a abrirse a la luz que viene de Dios, para que, guiada por el amor a la verdad, pueda conocer a Dios más profundamente» (Francisco, Lumen fidei, 36).

La teología sagrada es, pues, «una ciencia de la fe», «una participación en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo». La naturaleza científica de la teología sagrada es todo lo contrario de algo insípido o impersonal. La teología «no es solamente palabra sobre Dios, sino ante todo acogida y búsqueda de una inteligencia más profunda de esa palabra que Dios nos dirige, palabra que Dios pronuncia sobre sí mismo, porque es un diálogo eterno de comunión, y admite al hombre dentro de este diálogo» (Francisco, Lumen Fidei, 36).

A través de la impactante imagen de «ser tocado», el Papa Francisco acentúa el carácter esencialmente humilde de la teología sagrada. La teología sagrada es una ciencia que tiene su origen en una fuente que está más allá del plano del descubrimiento humano natural. Es más, es una ciencia orientada nada menos que al Dios que está más allá de la comprensión humana. «La humildad que se “deja tocar” por Dios forma parte de la teología, reconoce sus límites ante el misterio y se lanza a explorar, con la disciplina propia de la razón, las insondables riquezas de este misterio» (Francisco, Lumen fidei, 36).

Por consiguiente, la teología es una ciencia eclesial. Dios se ha revelado a través de la Encarnación del Verbo Eterno, y Jesucristo ha confiado su enseñanza sagrada a la Iglesia católica. Por tanto, «la teología participa en la forma eclesial de la fe» (Francisco, Lumen Fidei, 36). Es inconcebible una teología sagrada sin la Iglesia. La Iglesia católica es la tierra siempre fértil en la que la teología sagrada sigue creciendo y desarrollándose. Y todos los que residen dentro de la Iglesia —«los creyentes comunes y corrientes» así como el «magisterio del Papa y de los obispos»— son partícipes del propósito y el trabajo de la teología sagrada.

Con estas palabras, el Papa Francisco reafirma las convicciones coherentes de su predecesor, el Papa Benedicto XVI (Joseph Ratzinger). Ratzinger fue uno de los teólogos más influyentes del siglo XX. Y sus reflexiones sobre la naturaleza de la teología sagrada siguen siendo relevantes en el momento contemporáneo.

Ratzinger acerca de la teología y los teólogos

En 1992 Ratzinger observó que «la teología y los teólogos se han convertido en un tema de discusión habitual y, al mismo tiempo, en uno controvertido dentro de la Iglesia, de hecho, dentro la sociedad occidental en general» (Ratzinger, Nature and Mission, 7). El interés de mediados del siglo XX por la teología y los teólogos era un fenómeno difícil de ignorar. De hecho, unas décadas antes, un escritor observó que «la teología, para deleite de algunos y consternación de otros, está “de moda”. Liberada de aulas anticuadas y revistas especializadas aún más anticuadas, ya no habla a una élite, sino a millones de personas, y millones escuchan» (Granfield, «Introduction», vii). En aquella época, los teólogos eran miembros visibles de la esfera pública. De hecho, un observador contemporáneo señaló que «aparecen artículos sobre teología en Look, Atlantic Monthly y The Saturday Evening Post; y los periódicos del mundo relatan durante cuatro años los acontecimientos diarios del Concilio Vaticano II... Los libros de teología son best-sellers» (Granfield, «Introducción», vii).

Es cierto que las cosas han cambiado desde el siglo pasado. Los teólogos de hoy no suelen recibir el mismo grado de atención. No obstante, es innegable que la teología y los teólogos siguen siendo miembros importantes de la Iglesia y la sociedad (Cuddy, «Disappearance of Public Theology», 2021).

¿Por qué es relevante la teología para la Iglesia y la sociedad en el mundo contemporáneo? Con la sagacidad que lo caracteriza, Ratzinger identificó algunas de las contribuciones que se espera que hagan los teólogos en la sociedad. «Por un lado, [el teólogo] debe someter las tradiciones del cristianismo a un examen crítico a la luz de la razón, para destilar de ellas el núcleo esencial que pueda apropiarse para su uso en la actualidad y, de este modo, situar también a la Iglesia institucional dentro de sus propios límites» (Ratzinger, Nature and Mission of Theology, 7). Esta función de la teología es quizá la que más se alinea a la naturaleza e identidad del teólogo. La teología es fe que busca comprender y es, por tanto, una disciplina eclesial. Y el teólogo desempeña un papel indispensable en la medida en que busca comprender, cada vez más plenamente, de qué trata el cristianismo.

En segundo lugar, Ratzinger también describió la utilidad del teólogo en referencia a la «necesidad humana de religión y trascendencia, una necesidad que sencillamente se niega a ser ignorada, brindando orientaciones directrices y contenidos valiosos que puedan aceptarse hoy de modo responsable» (Ratzinger, Nature and Mission of Theology, 7). Si la primera tarea del teólogo es de servicio eclesial, esta segunda tarea puede describirse como la función cultural y humana del teólogo. En otras palabras, los teólogos sirven a la humanidad en la medida en que señalan la innegable orientación de las personas humanas hacia las cosas más elevadas. Ninguna persona humana se contenta con permanecer meramente como un ser terrestre. Toda persona humana tiene un deseo de algo más que las contingencias de la existencia humana.

Por último, Ratzinger subraya también una dimensión pastoral del trabajo del teólogo: «el teólogo debe ser también un consolador de almas, que ayuda a los individuos a reconciliarse consigo mismos y a superar sus alienaciones» (Ratzinger, Nature and Mission of Theology, 7). Esta dimensión se corresponde con los instintos más profundos del creyente cristiano. La teología no es una disciplina que se emprenda aislada del mundo real o de las personas humanas reales (Congar, History of Theology, 14–15). Puesto que la teología procede de Dios y está ordenada a Dios, esta disciplina sagrada tiene profundas implicancias prácticas. El rigor y las expectativas de la formación en el seminario reflejan la importancia de la teología para el trabajo pastoral y la convicción inquebrantable de la Iglesia de que la teología está al servicio de la santificación de las almas.

Juan Pablo II sobre la teología y el ministerio pastoral

En su exhortación apostólica postsinodal de 1992 sobre la formación de los sacerdotes, Pastores dabo vobis, Juan Pablo II resumió cómo la teología sagrada y el ministerio pastoral se encuentran una relación mutuamente beneficiosa: «Por un lado, un estudio respetuoso del carácter rigurosamente científico de cada una de las disciplinas teológicas contribuirá a la formación más completa y profunda del pastor de almas como maestro de la fe; por otro lado, una adecuada sensibilidad en su aplicación pastoral hará que sea el estudio serio y científico de la teología verdaderamente formativo para los futuros presbíteros» (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 55). No es de extrañar, pues, que Juan Pablo II recordara a los profesores de teología su «particular responsabilidad educativa» (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 67).

La teología sagrada es una parte fundamental del ministerio pastoral. No hay tensión entre la formación teológica del sacerdote y su obligación pastoral. «En efecto —explica Juan Pablo II— el carácter pastoral de la teología no significa que esta sea menos doctrinal o incluso que esté privada de su carácter científico». Antes bien, la vitalidad pastoral de la teología sagrada «prepara a los futuros sacerdotes para anunciar el mensaje evangélico a través de los medios culturales de su tiempo y para plantear la acción pastoral según una auténtica visión teológica» (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 55).

La teología configura un ministerio pastoral eficaz. Es una guía insustituible para quienes ejercen su ministerio en el Pueblo de Dios. La teología sagrada hace inteligible la sabiduría y el amor de Dios, mostrando la lógica inherente de la fe cristiana. La religión cristiana, mucho más que un mero conjunto de leyes, normas o preceptos, aspira a obtener la bienaventuranza salvífica y la auténtica libertad.

Si los ministros de la Iglesia están insuficientemente formados en la verdad teológica, entonces encuentran grandes dificultades en su trabajo pastoral para ayudar a las personas a encontrar a Dios. Por supuesto, las interpretaciones erróneas de la doctrina católica son una de las expresiones más evidentes de la mala formación. «La verdadera teología proviene de la fe y trata de conducir a la fe. Esta es la concepción que constantemente ha enseñado la Iglesia católica mediante su Magisterio» (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 53). El carácter eclesial de la ciencia teológica recibió su énfasis reiterado (Juan Pablo II, Veritatis splendor, 109).

No obstante, Juan Pablo II también subraya la importancia de tener una comprensión cabal de la fe católica. Una comprensión parcial de la religión cristiana es también un impedimento para realizar una pastoral eficaz. Así, es esencialmente importante que los ministros de la Iglesia posean un «conocimiento bastante amplio de la doctrina de la fe». Este conocimiento global de la doctrina de la Iglesia es nada menos que «una condición primordial para la teología». Pues «simplemente no se puede desarrollar una “intelligentia fidei” (inteligencia de la fe), si no se conoce la “fides” en su contenido» (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 57). En otras palabras, puesto que la fe católica está esencialmente unificada, el ministerio pastoral se resentirá si el ministro no posee una comprensión de todas las partes de la fe. No es posible comprender la persona y la obra de Jesús, por ejemplo, sin comprender también la enseñanza de la Iglesia sobre la Trinidad y sobre los sacramentos, etc.

Todos estos temas concluyen en la preocupación de Juan Pablo II por la formación de los pastores de la Iglesia. Expresó su dolor por «la discrepancia entre la respuesta tradicional de la Iglesia y algunas posiciones teológicas, difundidas incluso en seminarios y facultades teológicas, sobre cuestiones de máxima importancia para la Iglesia y la vida de fe de los cristianos, así como para la misma convivencia humana» (Juan Pablo II, Veritatis splendor, 4).

VII. Conclusión

Dios instituyó la teología católica cuando Dios creó la naturaleza humana y se reveló a personas humanas. Creó la naturaleza humana como una naturaleza racional, capaz de comprender la realidad como originándose en Dios y terminando en Él. Dios no estaba obligado a crear. Tampoco estaba obligado a redimir. Tanto la actividad creadora de Dios como su actividad redentora proceden de su sabiduría y bondad. Así pues, la teología católica procede de Dios y se sitúa en la persona humana. La teología católica refleja la bondad y la sabiduría de Dios tanto en sí mismo como en la persona humana que Él ha creado, redimido e invitado a participar en su sabiduría y amor.

Dado que los primeros principios de la teología sagrada son revelados por Dios, la teología católica es una ciencia de la fe. Aunque la creatividad humana tiene ciertamente un lugar dentro de la teología católica, la inteligencia humana no es la primera causa de la investigación teológica. La fe que busca comprender procede de la fe. Así pues, la postura que define la teología católica es la de recepción y gratitud. Los artículos de fe —preciosos, sobrenaturales y santos— reflejan la generosidad de Dios. La teología católica es consecuencia del amor sabio que Dios tiene por sus criaturas.

Dentro de la dinámica de la fe que busca comprender, la razón humana no es un lastre. La teología católica, por definición, se opone a todos los relatos del conocimiento que sitúan la fe y la razón en oposición fundamental. Un énfasis en la fe que suprime la razón —a veces denominado fideísmo— es un profundo error. ¿Por qué? Porque el fideísmo pone en duda, fundamentalmente, que los seres humanos puedan realmente ser elevados por lo divino. La razón, aunque no sea el principal punto de partida de la teología católica, no es algo desventajoso. De hecho, la fe invita a comprender. La fe que no se ordena a comprender no sería fe verdadera. La fe está ordenada a comprender porque las criaturas de naturaleza racional reciben la fe de un Dios que se conoce perfectamente a sí mismo y a todo lo que ha creado. Por tanto, no hay nada desproporcionado en el deseo riguroso de comprender los misterios de la fe dentro de la teología católica. En la ciencia de la fe, ningún asunto está vedado.

Ciertamente, la teología católica no es racionalismo (una concepción de la razón que niega la legitimidad de la fe), pero es fundamentalmente racional. El Dios que creó conoce lo que ha creado. El Dios que redime sabe cómo ha redimido a su creación. Y Dios comunica una existencia inteligible a las criaturas que buscan, por naturaleza, la inteligibilidad tanto de la creación como del Creador.

Como se origina en Dios, la teología católica es una disciplina sagrada. Este libro ha hecho referencia de modo sistemático y deliberado a la «teología sagrada». Puesto que la teología católica comienza con los artículos de fe y el Dios que revela estos artículos es, Él mismo, infinitamente santo, la teología católica está ella misma profundamente impregnada de la forma de la santidad. La teología católica no es moralmente neutra. No es religiosamente indiferente. No es indiscriminada cuando se trata de asuntos sagrados y profanos. Más bien, la teología católica asume necesariamente —de manera coherente, esencial y cohesiva— la santidad de Dios a través de la santidad de los principios que Él ha revelado. Como ciencia divina y sabiduría santa, la teología católica es una disciplina sagrada.

La motivación detrás de la revelación divina es nada menos que la salvación humana. Por tanto, la teología sagrada trasciende fundamentalmente las categorías y expectativas del mundo académico. En numerosos momentos a lo largo de la historia, la teología sagrada ha sido acogida con beneplácito por las facultades académicas. No obstante, la teología católica siempre ha reconocido que su legitimidad como disciplina no procede de las propias facultades académicas, sino del mismo Dios. Por tanto, las corrientes, predilecciones y preferencias discretas del mundo académico no ejercen la autoridad suprema sobre la teología sagrada.

La teología católica sí se apoya en los conocimientos de otras disciplinas en su contemplación de la verdad divina (por ejemplo, la filosofía). Toda verdad es la verdad de Dios. Por tanto, cualquier verdad que otras ciencias descubran o esclarezcan no constituye una amenaza para la ciencia sagrada, sino un beneficio. Sin embargo, la ciencia sagrada también reconoce que es de un orden superior a estas otras disciplinas auxiliares. Por eso, históricamente, la teología católica ha sido llamada «la reina de las ciencias» (Congar, History of Theology, 53–54). Esto no va en detrimento alguno de las ciencias naturales. Las ciencias naturales pueden ser disciplinas verdaderamente científicas. Pero la sublimidad de la teología sagrada —por su origen divino y su orientación beatífica— la convierte en santificante de un modo exclusivo. En la práctica, esto significa que la teología católica tiene una cierta autonomía de la academia —aun cuando se practique en unión armoniosa y mutuamente beneficiosa con otras disciplinas científicas—.

La teología sagrada es una disciplina exigente. Exige mucho de quienes la ejercen porque su Dios supera todas las limitaciones humanas. Esta ciencia sagrada no depende, en última instancia, de las categorías de la experiencia humana. Aunque acoge el arte, no es propiamente un arte. La teología sagrada trasciende cualquier supuesto humano individual o preferencia personal. Es una ciencia para todos; no solo para el individuo. Es una disciplina magnánima. Es una empresa ambiciosa que no adolece de ninguna arrogancia inmerecida. Está ordenada al conocimiento del mayor de los objetos —los misterios divinos— de un modo que supera a todas las demás ciencias.

Además, las distinciones precisas que caracterizan la práctica de la teología sagrada son signos de su magnanimidad. La precisión especulativa no invalida ni compromete la sublimidad de Dios y su revelación. Al contrario, las distinciones son el resultado necesario de la cognición humana. Quienes desean emprender de manera profunda la invitación a comprender la fe adoptan la precisión necesaria de esta ciencia sagrada. El rigor de la teología católica es la respuesta humana adecuada a la sublimidad de la fe y a la enorme magnitud de su objeto.

Aunque no todas las expresiones auténticas de la teología católica necesitan seguir el método preciso de la escolástica medieval, por ejemplo, los historiadores han señalado a la escolástica medieval como una de las expresiones más intrincadas e impresionantes del deseo humano de comprender verdaderamente la realidad de la fe. El teólogo católico sabio reconoce que necesita distinciones para comprender la simplicidad de las cosas divinas. Las distinciones, por tanto, son instrumentos a través de los cuales el ser humano logra comprender. Sin distinciones, el ser humano no consigue comprender las cosas divinas. Sin embargo, la teología católica no considera las distinciones como el fin último de su indagación contemplativa. Las ideas mismas no son el término de esta ciencia sagrada. Los teólogos católicos reconocen que las distinciones, en última instancia, deben volver a resolverse en la simplicidad de Dios, aunque la simplicidad divina eluda la comprensión de la fe que los teólogos aspiran a obtener en esta vida.

Paradójicamente, este punto nos lleva a otro, a saber: la teología católica no es una disciplina de élite. Dicho de otro modo, no es una ciencia reservada solo a quienes poseen títulos académicos superiores o incluso una facilidad natural para cuestiones especulativas o teóricas. Por supuesto que dentro de los ámbitos académicos existe algo así como una jerarquía académica. Y esta jerarquía es necesaria y buena. El mundo académico protege y cultiva con razón la comunidad intelectual. Pero la teología católica está a disposición de todas las personas humanas. Cualquiera que desee comprender la verdad que Dios ha revelado puede abocarse realmente a entender la fe. El único requisito para iniciar la tarea de la teología católica es un deseo sincero de comprender la revelación divina. El dominio de las fuentes teológicas, los textos académicos y las narraciones históricas no es la condición sine qua non de la teología católica. Sin duda, dominarlos resulta útil para comprender la fe. Es más, quienes dedican su vida al estudio de la verdad sagrada alcanzarán, necesariamente, un marcado dominio de estas cuestiones. Pero el objeto de la contemplación teológica sigue siendo Dios mismo, y no los libros, las ideas o los relatos sobre Dios.

Por último, la teología católica es una disciplina santificadora. Como ya se ha dicho, la teología católica es una disciplina sagrada. Como corpus de conocimientos, no se parece a ninguna otra labor científica. Es una ciencia divina que se origina en Dios y se orienta a Él. Quienes practican la teología católica, sin embargo, no pueden pretender desarrollarse plenamente en esta disciplina sagrada sin lograr una intimidad cada vez más profunda con Dios. No puede haber división real, dentro del teólogo, entre Dios como fin científico y Dios como fin personal. En otras palabras, es imposible divorciar la santidad de la teología sagrada de la santificación de sus practicantes.

La persona humana es esencialmente una: un ser unificado. El pensamiento humano está vinculado de modo inextricable a la vida humana. Así, si un teólogo no vive una vida ordenada a Dios, su contemplación teológica pasará por alto la verdad sobre Él. A la inversa, un teólogo que esté errado desde el punto de vista intelectual también sufrirá lamentables consecuencias existenciales. El principal efecto personal de la teología católica es la santificación del teólogo. Y, en este sentido, podemos decir que todas las personas humanas están llamadas a ser teólogos. Los esfuerzos intelectuales del teólogo católico por comprender los misterios de la fe desembocan necesariamente en la vida afectiva de la persona humana. Para decirlo brevemente, como un teólogo católico piensa, así vive; y como vive, así piensa.

Esto nos lleva de nuevo al tema con el que comenzamos: Dios. La teología católica se sitúa entre Dios y Dios. Dios es la causa de la realidad natural. Dios es también el origen de los artículos de fe. Dios es el fin natural de todo lo que es, y es el fin sobrenatural de la persona humana. Dios es el principio y el fin de la teología católica, y todas las expresiones auténticas de esta disciplina sagrada se regocijan en estar centradas en Dios.

En consecuencia, el fin último de los teólogos católicos es conocer y amar a Dios más plenamente y alcanzar la bienaventuranza sobrenatural, que no es otra cosa que ver a Dios cara a cara.

La pregunta permanente

Las preguntas orientan toda la experiencia humana. Son el origen de la reflexión deliberada y precisa de la mente humana sobre la realidad. Las preguntas formuladas y las preguntas respondidas son rasgos singulares de la dignidad de la persona humana. Las preguntas unifican una disciplina y también pueden afectar toda la dirección de la propia vida.

La pregunta «¿Qué es la teología católica?» está inevitablemente unida a otra, más fundacional: «¿Quién es Dios?». Puesto que Dios es el creador y redentor del mundo, Dios es el origen, objeto y fin de la teología católica. Por eso, la teología católica importa a todas las personas. ¿Por qué? Toda persona humana lleva el deseo inherente de conocer y amar a Dios. Porque Dios importa, la teología católica importa.

Cualquier introducción a la teología católica será insuficiente. La fe cristiana es tan vasta y tan profunda que escapa a un simple resumen. Y, sin embargo, es precisamente por eso por lo que la teología católica es tan necesaria. La verdad y la bondad de Dios suscitan una respuesta de deseo en la persona humana: un deseo de conocimiento íntimo y de unión íntima. A fin de cuentas, nadie se conforma con una mera «introducción» de quién es Dios y qué hizo Dios.  Dado que la naturaleza humana se inclina a la verdad y la bondad, todo el mundo quiere entender más acerca de Dios, que es la Verdad y la Bondad mismas.

Por tal motivo, todas las personas están maravillosamente inclinadas a la labor de la teología.

[Traducido del inglés por Jeannine Emery]

Encyclopedia of Catholic Theology


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