Ryan Connors
March 14, 2025
La primera tarea de quienes están interesados en el estudio de la teología moral es determinar el objeto de su investigación. Aunque este requisito básico de toda actividad intelectual es válido para todas las áreas de estudio, el examen de la teología moral en particular requiere dejar en claro qué tema se está considerando en realidad. Esta necesidad surge del hecho de que muchas personas confunden la naturaleza de la teología moral con el objeto de otros campos. Quizá, más concretamente, muchas personas sustituyen erróneamente una definición cabal del campo de la teología moral por lo que es meramente una descripción de una de sus partes relevantes. El estudio de la teología moral requiere, en primer lugar, reconocer la totalidad de lo que se va a estudiar, en lugar de limitarse a examinar una sección trunca. El jesuita inglés Thomas Slater (1855-1928) sucumbió célebremente a esta definición trunca del campo cuando declaró:
Los manuales de teología moral son obras técnicas destinadas a ayudar al confesor y al párroco en el desempeño de sus funciones. Son tan técnicos como los libros de texto del abogado y del médico. No están destinados a la edificación ni presentan un alto ideal de perfección cristiana para la imitación de los fieles. Tratan de lo que es obligatorio bajo pena de pecado; son libros de patología moral... En la Iglesia católica, abunda la literatura ascética y mística que trata de la vida espiritual superior, y debe ser consultada por quienes desean conocer los elevados ideales de vida que la Iglesia católica presenta ante sus hijos y les anima a practicar. La teología moral se propone a sí misma la tarea, más humilde pero aun así necesaria, de definir lo que está bien y lo que está mal. (Slater, Manual of Moral Theology, v-vi)
Si Slater, un teólogo distinguido y consumado, pudo sucumbir a esta visión reduccionista de su disciplina, tanto más debemos cuidarnos de un error semejante.
Por su parte, el dominico belga Servais Pinckaers (1925-2008) propuso una definición más completa de la teología moral que la que presentaron sus antepasados casuistas. Pinckaers definió la teología moral, o «ética cristiana», como «la rama de la teología que estudia los actos humanos para dirigirlos a una visión amorosa de Dios, visto como nuestra verdadera y completa felicidad y nuestro fin último. Esta visión se alcanza por medio de la gracia, las virtudes y los dones, a la luz de la revelación y la razón» (Pinckaers, Sources of Christian Ethics, 8). Esta definición contiene los elementos esenciales de la teología moral católica.
El objeto de la indagación moral sigue siendo la acción humana. A diferencia de otros campos de estudio teológico, el objeto de la teología moral es precisamente la acción de Dios que atrae al hombre hacia sí por medio de actos humanos impulsados por la gracia. En otras disciplinas teológicas, los teólogos estudian a Dios en sí mismo, Cristo, la Iglesia o los sacramentos. Los teólogos morales intentan descubrir toda la verdad sobre el hombre y sus actos propiamente humanos. Los teólogos morales estudian la actividad humana, no desde un punto de vista sociológico o fisiológico, sino precisamente como disciplina teológica. Examinan la acción humana desde la perspectiva de cómo estos actos perfeccionan a la persona y, por la gracia, la mueven hacia Dios. La definición del padre Pinckaers de la ética cristiana les recuerda a sus lectores que la orientación de la acción humana es fundamental para la vida moral cristiana. Los actos se orientan hacia fines. En un nivel básico, la vida humana es teleológica, es decir, el Creador ha impreso en las potencias y los actos del hombre fines específicos que son perfectivos de la persona humana.
El hombre posee numerosos recursos para realizar este proyecto de alcanzar su fin perfectivo, y los teólogos y estudiosos de las cuestiones éticas difieren en cuáles de estos recursos eligen enfatizar. Algunos pensadores no terminan de apreciar la amplitud de recursos disponibles para este empeño transformador. Con Pinckaers, los moralistas católicos que se sitúan dentro de la tradición íntegra de la Iglesia reconocen «la gracia, las virtudes y los dones [del Espíritu Santo]» como los principales recursos disponibles para este proyecto. Los principales puntos de reflexión de la teología moral católica son la gracia sanante y elevante de Dios, las virtudes morales adquiridas e infusas, las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. Santo Tomás de Aquino organizó su tratado moral seminal en torno a las virtudes teologales y morales (véase la Secunda pars de la Summa theologiae). Los mandamientos y, más en general, las prohibiciones y obligaciones morales, deben entenderse como respuestas derivadas de una realidad más fundamental en la vida cristiana, a saber, la búsqueda de los bienes que perfeccionan al ser humano y el cultivo de las virtudes que hacen posible esa búsqueda. En otras palabras, las virtudes expresan mejor el objetivo de la vida cristiana que los mandamientos. Aunque necesarios, los mandamientos por sí solos no pueden explicar plenamente la vida moral cristiana.
Los teólogos morales de la tradición católica sitúan sus indagaciones morales en el marco de la creación y la escatología. No se puede emprender una reflexión moral sin hacer referencia a la naturaleza de la persona humana y al fin para el que fue creada. En el acto mismo de la creación, Dios ha impreso fines perfectivos en las potencias del alma del hombre de acuerdo con los cuales determinados actos (por la gracia) le conducen hacia la convivencia beatífica. Las virtudes —adquiridas e infusas— hacen que sea posible buscar de modo habitual esta actividad moralmente buena. Por eso las virtudes representan un punto de reflexión primordial para los teólogos morales católicos.
La teología moral incluye una variedad de subdisciplinas que utilizan las herramientas establecidas en la teología moral fundamental. La ética sexual, la bioética y la ética social representan cada una de ellas una esfera distinta de reflexión moral. En cada caso, los teólogos católicos fieles a la tradición reconocen que la vida moral se orienta siempre dentro del horizonte de la creación y del destino escatológico del ser humano. Para que los teólogos puedan expresar adecuadamente las enseñanzas cristianas dentro de la bioética, la moral sexual o la ética social deben conocer las verdades más básicas de la naturaleza humana y del destino humano. Las cuestiones morales especializadas suelen subdividirse en virtudes o mandamientos. Las cuestiones de ética sexual, por ejemplo, pueden estudiarse como parte de los mandamientos sexto y noveno del Decálogo o como parte de la virtud de la castidad, una parte subjetiva de la templanza (ST II-II, q. 151). Cada una de las subdisciplinas de la teología moral depende del fundamento seguro de la teología moral católica delineada según las virtudes y orientada hacia Dios como felicidad suprema del hombre.
El Salterio del Grial de 1963 ofrecía a los católicos y a otras personas una traducción de los salmos que se utilizó para la liturgia durante muchas décadas. La Liturgia de las Horas, rezada a diario por monjes, sacerdotes y religiosos consagrados, así como por muchos laicos, utilizaba esta traducción con un sentido espiritual. El salmo 119, recitado parcialmente casi todos los días en una de las horas diurnas, comienza: «Felices los íntegros, los que siguen la ley de Dios. Felices los que hacen su voluntad, y lo buscan con todo el corazón» (Sal 119:1-2). El Breviario Romano, promulgado por el papa Pío V en 1568, utilizó el salmo 119 en su totalidad todos los días de la semana. Otras traducciones presentan el comienzo del salmo de la siguiente manera: «Dichosos aquellos cuyo camino es intachable» (Sal 119:1). Ambas traducciones corrigen la idea equivocada acerca de las consecuencias que acarrea la adhesión a la ley de Dios. Muchas personas viven engañadas pensando que seguir la ley de Cristo y de su Iglesia restringe su libertad o induce una sensación de tristeza. Por el contrario, como reconocen quienes rezan los salmos, adherir a la ley de Dios sigue siendo la condición para alcanzar la felicidad y la realización plena del ser humano.
Como exponen con claridad las cinco primeras cuestiones de la Secunda pars de la Summa theologiae de Santo Tomás de Aquino, el estudio de la vida moral cristiana se ocupa principalmente de la felicidad humana correctamente entendida. El Doctor Común de la Iglesia desarrolla su reflexión moral partiendo del objetivo de alcanzar la realización plena del ser humano mediante el logro del propio fin perfectivo. Santo Tomás explica que, en la medida en que el hombre actúa deliberadamente, actúa para un fin. En última instancia, ese fin consiste en la visión de Dios. A decir verdad, este fin goza de un doble carácter, uno en el orden de la naturaleza y otro en el orden de la gracia. Contemplar a Dios tal como es naturalmente conocible representa el fin natural del hombre y la perfección de la criatura inteligente en el orden de la naturaleza. Junto con Aristóteles podemos afirmar que «todos los hombres por naturaleza desean saber» (Metafísica, capítulo 1). De modo sobreabundante, en el orden de la gracia, el fin último del hombre consiste en la visión beatífica, una comunión amorosa con el Dios Trino.
En la vida moral cristiana, existe una importante distinción entre los placeres y los bienes. El placer se refiere a algún efecto sensible que suele acompañar un acto bueno. Un acto de castidad conyugal o el consumo moderado de alimento o bebida, por ejemplo, pueden gozar de un placer concomitante. Estos placeres no son malos ni deben evitarse. La tradición cristiana rechaza el error que considera malos todos los placeres de los sentidos. De hecho, el Aquinate asigna el vicio de la insensibilidad a los que se dejan llevar por este desafortunado rechazo de la forma en que Dios ha construido el universo (ST II-II, q. 142, a. 1). Sin embargo, los placeres no se buscan por sí mismos. Al contrario, las personas virtuosas buscan los bienes de la castidad conyugal o del consumo moderado de alimento y bebida, por ejemplo, en un acto moral recto. Estos bienes son perfectivos de la persona humana. Por otra parte, los placeres son efímeros, y ninguna persona se beneficia de buscar el placer por sí mismo. El consumo de seis pasteles de chocolate puede proporcionar un placer momentáneo, pero esa actividad desmedida terminará acarreando la enfermedad. Por este motivo, nadie confundiría la gula con un acto perfectivo de la persona. La verdadera felicidad consiste no en adquirir placeres efímeros sino en obtener los bienes que son propios de la persona humana. Al ordenar el universo sabiamente, Dios ha creado al hombre y ha establecido fines propios para sus acciones deliberadas. Vivir según el objeto de estos actos y sus fines propios conduce a la felicidad humana.
En el transcurso de su indagación al comienzo de la Secunda pars, Santo Tomás considera varios fines posibles para el hombre (ST I-II, q.2). Examina la riqueza, el honor, la fama, el poder y los bienes del cuerpo, pero encuentra insuficiente a cada uno como fin último del hombre. En cambio, solo una visión contemplativa de Dios, felicidad máxima y fin último del hombre, satisfará el deseo básico del hombre de saber. Junto con San Agustín afirmamos que Dios nos ha creado para Sí y que estamos inquietos hasta descansar en Él. Podemos comprender este descanso contemplativo en Dios en dos niveles. Toda persona tiene el deseo de conocer el fin último de las cosas. {1} La contemplación de Dios, primera causa y causa de todas las demás, representa este fin natural de la criatura inteligente. Mediante el don de la gracia, el hombre puede llegar a conocer a Dios como una Trinidad de personas que lo atrae hacia una comunión amorosa con Él mismo. Por eso la visión beatífica es el fin último de la persona en el orden de la gracia. La pregunta para el teólogo moral realista sigue siendo si cualquier acto moral en particular induce realmente la felicidad. Adherir a la ley moral no constriñe la libertad humana; al contrario, permite la verdadera realización humana.
Una definición sólida de la teología moral católica requiere una antropología realista, basada en lo que manifiesta la revelación cristiana respecto de la creación y la escatología. Las consideraciones éticas dependen de una correcta comprensión de la naturaleza humana y la realización plena del hombre. De hecho, los debates contemporáneos sobre cuestiones morales suelen fundamentarse en ideas cuestionadas sobre la naturaleza humana más que en desacuerdos sobre prescripciones morales específicas. La teología moral católica requiere de una comprensión sólida de la naturaleza del hombre y su destino. La revelación de Dios confirma lo que en principio puede conocerse a través de la razón humana: las personas humanas son compuestos de cuerpo y alma, que tienen las facultades de conocer y querer. Las personas humanas no son ángeles ni espíritus puros, sino compuestos de cuerpo y alma. Tal como declaró el Concilio Vaticano II: el hombre es «unidad de cuerpo y alma» (Gaudium et spes, 14). De modo similar, en el siglo XIV el Concilio de Viena adoptó el lenguaje de la tradición escolástica cuando afirmó de modo dogmático que el alma es «la forma del cuerpo» (Concilio de Viena, Decreto 1).
Las cuestiones contemporáneas sobre la ideología de género y la sexualidad humana, así como los debates en torno a la reencarnación, la cremación y el cuidado del cuerpo después de la muerte encuentran luz cuando se parte del conocimiento de la interconexión esencial entre el cuerpo y el alma. {2} Tomados conjuntamente, el intelecto, la voluntad o el apetito racional y los apetitos sensibles constituyen las potencias del alma. Los apetitos sensibles pueden dividirse en apetitos concupiscibles e irascibles. El apetito concupiscible se refiere a la potencia del apetito sensible que está dirigida hacia los bienes o placeres simplemente en sí mismos. La comida, la bebida y el placer sexual representan los deseos más básicos de la potencia concupiscible. Cuando se interpone alguna dificultad para conseguir el bien o un desafío para evitar un mal, la tradición filosófica perenne le da a esta potencia del alma el nombre de apetito irascible o contencioso. Las virtudes morales residen en cada una de estas potencias, estando la prudencia en el intelecto, la justicia en la voluntad, la templanza en el apetito concupiscible y la fortaleza en el apetito irascible.
La tradición bíblica afirma inequívocamente que el hombre es creado a imagen de Dios. De hecho, la razón más fundamental para afirmar la dignidad singular del ser humano sigue siendo que ha sido creado imago Dei (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 7). Santo Tomás describe tres maneras en que Dios puede imprimir su propia imagen en la persona humana (Gn 1:27): en los órdenes de la naturaleza, la gracia y la gloria. En el orden de la naturaleza, la persona humana posee la aptitud para conocer y amar. Estas facultades racionales representan una imagen de Dios impresa en cada persona humana (ST I, q. 93). En el orden de la gracia, el hombre es elevado a la imagen de Dios de un modo nuevo. En este caso, como don de la gracia de Dios, el hombre puede conocer y amar a Dios de un modo elevado y sobrenatural. En la gloria, el hombre conoce y ama a Dios de un modo sobreabundante a través de la gracia de la visión beatífica. Santo Tomás enseña:
Primero, en cuanto que el hombre posee una aptitud natural para entender y amar a Dios, aptitud que consiste en la misma naturaleza de la mente; esta es la imagen común a todos los hombres. Segundo, en cuanto que el hombre conoce y ama actual o habitualmente a Dios, pero de un modo imperfecto; y esta es la imagen por conformidad de la gracia. Tercero, en cuanto que el hombre conoce y ama actualmente a Dios de un modo perfecto; y así se considera la imagen según la semejanza de la gloria… La primera imagen se da en todos los hombres; la segunda, solo en los justos; la tercera, solo en los bienaventurados. (ST I, q. 93, a. 4)
Los teólogos morales hacen bien en recordar estas distinciones importantes entre el orden de la naturaleza, la elevación de la gracia y la dicha de la gloria celestial como las tres maneras singulares en que puede decirse que el hombre está hecho a imagen de Dios.
La distinción —y relación— entre los órdenes natural y sobrenatural ocupa un lugar importante en la teología moral católica. La naturaleza humana posee cierta capacidad para recibir la gracia, pero nadie debería concluir erróneamente que Dios está obligado a ofrecerla. Tal como explicó el papa Pío XII en la encíclica Humani generis (1950), algunos teólogos «desvirtúan el concepto del carácter gratuito del orden sobrenatural, pues defienden que Dios no puede crear seres inteligentes sin ordenarlos y llevarlos a la visión beatífica (26). Los teólogos de la tradición católica se refieren a una potencia obediencial específica en la persona humana que le permite recibir la elevación de la gracia santificante. Esta potencialidad alude al hecho de que el hombre es creado con la capacidad de ser elevado a la amistad con Dios sin por ello obligar a Dios a elevarlo para ello.
La imagen de Dios en el hombre se manifiesta en el plano de la naturaleza humana, de modo elevado en la naturaleza humana elevada por la gracia, y de modo sobreabundante en el estado de gloria. {3} Santo Tomás realiza esta distinción tripartita de la imago Dei para explicar que, si bien toda persona humana porta la imagen de Dios, esta imagen es restaurada y perfeccionada en la gracia a través del bautismo y alcanza su cénit en la gloria a través de la visión beatífica (ST I, q. 93, a. 4). Los moralistas que se arraigan en la tradición católica fundamentan su reflexión en una concepción realista de la naturaleza humana, creada, caída y elevada a la amistad con Dios por la economía sacramental. Estas distinciones, y las relaciones que existen entre ellas, son fundamentales para la práctica de una sólida teología moral católica. Por otro lado, pasar por alto una explicación realista de la naturaleza del hombre, los efectos del pecado y la posibilidad de sanar y elevar que ofrece la gracia impide explicar la vida moral en su totalidad con precisión.
En el tratado sobre el pecado que se encuentra en la Prima secundae de la Summa theologiae, Santo Tomás pregunta si el pecado disminuye la bondad de la naturaleza. Responde que esta pregunta puede considerarse desde tres puntos de vista. La «bondad de la naturaleza» puede referirse a la naturaleza humana tal como fue creada por Dios. La bondad de la naturaleza en este sentido se refiere precisamente a las potencias intelectuales y apetitivas del alma humana. En segundo lugar, la bondad de la naturaleza puede referirse a una inclinación natural a realizar acciones virtuosas. Y en tercer lugar, la bondad de la naturaleza puede referirse al don de la justicia original por la cual el hombre fue constituido en la creación y antes de la caída. Santo Tomás responde que, en el primer sentido, la bondad de la naturaleza como potencia del alma «no se destruye ni disminuye». En el segundo caso, la bondad de la naturaleza como inclinación hacia la virtud «disminuye pero no se destruye». En el tercer caso, la justicia original se pierde en el pecado original (ST I-II, q. 85, a. 1). Estas distinciones resultan cruciales para los teólogos de la tradición católica que intentan ofrecer una explicación precisa de la naturaleza humana (y específicamente del hombre creado imago Dei) a la luz de la creación y la caída.
Determinar la cualidad moral de un acto dado es un elemento básico de cualquier indagación ética. ¿Cómo se distingue entre actos de adulterio y actos de castidad marital o entre actos religiosos y actos de idolatría? En algunos casos, puede resultar difícil distinguir un acto bueno de uno malo. ¿Cómo se distingue una mentira del uso discreto del lenguaje o la maldad del robo de un acto lícito de compensación oculta? {4} Todas estas cuestiones se agrupan bajo la categoría general de lo que el Catecismo llama las «fuentes de la moralidad» (CIC 1750). Las tres fuentes de todo acto moral son el objeto del acto, las circunstancias que lo rodean y la intención o fin (finis operantis) del agente. {5} Estas tres fuentes —objeto, circunstancias e intención— constituyen las fuentes de la moralidad o los elementos constitutivos que determinan la cualidad moral de cualquier acto dado. Las tres fuentes deben ser buenas para que el acto sea bueno. Por otro lado, si cualquier de ellos no cumple plenamente con la verdad sobre el bien del ser humano, el acto en sí es malo.
La mayoría de los errores de la teología moral fundamental provienen de poner demasiado énfasis en la intención del agente o en las circunstancias que rodean un acto dado o de un malentendido respecto de ellos. En ese sentido, exaltar las consecuencias del acto como fuente principal de su cualidad moral es un error pernicioso en el pensamiento moral católico. También, como enseñó el papa Juan Pablo II en Veritatis splendor, «La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del “objeto” elegido racionalmente por la voluntad deliberada, como lo prueba también el penetrante análisis, aún válido, de santo Tomás» (Veritatis splendor, 78, énfasis en el original). El objeto de un acto no es meramente una serie de movimientos de orden físico. Apretar un gatillo, por ejemplo, no proporciona suficiente información para determinar si el objeto de una acción dada es un acto de defensa propia, el delito de homicidio o una mera práctica de tiro. Pero apretar el gatillo de un arma cargada y dirigirla a una persona inocente constituye el objeto del acto de homicidio. Ninguna intención que superponga un agente ni ningún conjunto de circunstancias transforma el objeto de un homicidio en una buena decisión moral. Pero un objeto bueno también puede formar parte de un acto de maldad debido a la presencia de una intención malvada o de circunstancias particulares que rodean la decisión moral. Rezar el Oficio Divino, por ejemplo, representa un objeto moral bueno. Pero hacerlo cuando se debería estar en clase o realizando otra obligación transforma un objeto que de otro modo sería bueno en parte de un acto malo. De modo similar, un seminarista que les da limosna a los pobres elige un objeto moral bueno. Pero hacerlo específicamente para evitar que sus superiores del seminario descubran que es un embustero lo transforma en un acto de engaño malo en lugar de un acto de limosna bueno. En todos los casos, las tres fuentes de objeto, fin y circunstancia deben estar en conformidad con la verdad sobre el bien de la persona humana para que pueda considerarse una decisión moral buena.
La tradición católica traza una serie de pasos para cada acto moral. Estos llamados «doce actos de la mente» tienen un nombre algo inapropiado ya que son actos propios del intelecto o de la voluntad, según sea el caso. {6} El célebre dominico francés del siglo XVIII, Charles-René Billuart (1685-1757), sistematizó parcialmente estos doce pasos. Como observa Thomas Gilby, lo más adecuado es entenderlos como un «remolino… [de] motivos barrocos» en contraste con los actos discretos en los que se completa uno antes de empezar el siguiente (Gilby, «Psychology of Human Acts», 212). Los primeros ocho pasos representan actos en el orden de la intención: la percepción, el deseo, el juicio (que corresponde al juicio de la conciencia), la intención, la deliberación, el consentimiento, la decisión y la elección. Se trata de actos del intelecto y de la voluntad, según sea el caso. Los cuatro primeros pasos se refieren al fin. Por lo tanto, el cuarto paso, el de la «intención», se refiere al fin del acto, mientras que los cuatro pasos siguientes se refieren a los medios para llegar al fin. Por lo tanto, el acto de elegir es siempre una decisión respecto de los medios para alcanzar un fin, en el que la intención es siempre para el fin mismo. {7} Los últimos cuatro pasos —orden, aplicación, ejecución y finalización— son actos en el orden de la ejecución.
A principios del siglo XXI se produjo una considerable controversia sobre la mejor manera de especificar los objetos morales de determinados actos. Autores ortodoxos de la tradición católica discrepaban sobre la mejor manera de describir este aspecto de la vida moral. {8} Incluso aquellos autores comprometidos con el análisis centrado en el objeto prescrito por Veritatis splendor no lograban alcanzar un consenso sobre la mejor manera de describir la especificación tomista de un objeto moral. Los desacuerdos sobre la licitud moral de adoptar embriones y otros procedimientos biomédicos giran en parte en torno a estos debates sobre la mejor manera de especificar los objetos morales. No obstante, los autores comprometidos con Veritatis splendor evitan (con razón) los métodos de razonamiento moral basados en las consecuencias o centrados en la intención. El desacuerdo legítimo y limitado entre autores dentro de esta tradición tomista sigue siendo un problema en la teología moral católica actual.
Una definición adecuada de la libertad humana sigue siendo un aspecto esencial de cualquier descripción realista de la vida moral. Abundan las dificultades en los intentos de cristianos y otros por explicar la relación que existe entre la providencia de Dios y la libertad humana. Muchas personas contemporáneas exaltan un concepto de libertad que existe al margen del bien de las personas, e incluso en contraposición con él. Una libertad que promoviera la destrucción de vidas humanas inocentes o celebrara la impureza o la mutilación no puede ser una libertad a la que los creyentes adhieran como acorde con la teología moral católica. El dominico belga Servais Pinckaers distinguió entre una libertad de indiferencia y una libertad por excelencia. {9} En efecto, los pensadores con buen criterio advierten que la libertad que se amarra a la verdad sobre el bien es distinta de una libertad entre opciones que solo ensalza la posibilidad de elegir entre alternativas.
Tanto en el mundo del deporte como en el de la música, los moralistas ven analogías que ilustran una definición adecuada de la libertad humana en la esfera moral. Se dice que los atletas excelentes juegan sus partidos «libremente». Esto no quiere decir que jueguen sin tener en cuenta las reglas del juego o que simplemente se comporten como quieren en la cancha o en el campo de juego. Más bien, las normas del juego se han convertido en algo tan natural para ellos que juegan sin restricciones, dificultades o análisis ansiosos sobre cómo conseguir la victoria. La libertad de estos atletas hábiles es similar a la libertad para lograr la excelencia de la que gozan las personas virtuosas que buscan los bienes de la vida moral. La libertad del pecado es semejante a la libertad del error en el deporte. Del mismo modo, los músicos excelentes tocan sus instrumentos libremente, es decir, libres de ansiedad, nerviosismo o error. Saben intuitivamente que las reglas de la música permiten que el ser humano toque libremente, no libre de las reglas como tales, sino de la necesidad de analizar cada nota antes de tocarla. Los mejores músicos se declaran, con razón, libres, no para hacer lo que quieran, sino para tocar música de manera excelente.
El papa Juan Pablo II declaró célebremente: «Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (Centesimus annus, 46). Una política libre sin personas virtuosas no ofrece ninguna garantía contra la aparición del estado totalitario. Las estructuras políticas de libertad requieren personas que comprendan que la libertad está vinculada a la verdad. En otras palabras, una libertad de indiferencia no ofrece ningún fundamento para una vida pública floreciente. En Centesimus anus, el papa Juan Pablo II recordó la enseñanza del papa León XIII en su encíclica Libertas praestantissimum (1888): «En este contexto, hay que recordar en particular la encíclica Libertas praestantissimum, en la que se ponía de relieve la relación intrínseca de la libertad humana con la verdad, de manera que una libertad que rechazara vincularse con la verdad caería en el arbitrio y acabaría por someterse a las pasiones más viles» {10}. Tanto León XIII como Juan Pablo II ofrecieron una instrucción clara sobre los peligros que se cernían sobre la sociedad civil si las personas y las comunidades adoptaban la versión moderna, truncada y, por tanto, errónea, de la libertad humana.
En la encíclica moral Veritatis splendor, Juan Pablo II dedicó una atención considerable a la auténtica enseñanza católica sobre la libertad. Recuerda el fenómeno insólito de la época contemporánea, en el que muchas personas, especialmente provenientes de las ciencias del comportamiento, niegan por completo la existencia de la libertad humana. Asimismo, asistimos a una exaltación de la libertad, como si fuera el bien social primario e, incluso, exclusivo. El mismo texto deja claro que tanto una completa libertad o autonomía en cuestiones morales como una concepción heterónoma de la ley —entendida como algo completamente ajeno, impuesto y desvinculado de los bienes humanos— no hacen justicia a la verdad del asunto. Juan Pablo II alabó el término «teonomía» o «teonomía participada» para dejar claro que «la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humanas participan de la sabiduría y de la providencia de Dios» (Veritatis splendor, 41). En este sentido, la teonomía se refiere a la realidad de la ley como expresión de la sabiduría de Dios. Nadie debería concebir la libertad humana como algo de alguna manera independiente de la providencia de Dios o de la ley natural.
Para ofrecer una explicación adecuada de la libertad humana es necesario comprender correctamente el papel que desempeña la conciencia en la vida moral. {11} El Catecismo define la conciencia como «un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la calidad moral de un acto concreto» (CIC 1778). Algunos teólogos que disienten de la auténtica doctrina católica invocan la conciencia como árbitro final de la calidad moral de toda decisión ética. Si bien es cierto que uno debe seguir una conciencia bien formada, nada en la enseñanza católica sugiere que quien actúa según una conciencia errónea actúe virtuosamente. De hecho, los juicios de conciencia inexactos sobre la calidad moral de los actos conducen a una acción humana defectuosa. Los pastores y los teólogos morales obran bien cuando corrigen a quienes incurren en este error.
Con respecto a una persona que emite juicios morales por fuera de la enseñanza eclesial, conviene tener presente el siguiente principio. Se puede ser más estricto, por así decirlo, que la Iglesia, pero no más laxo. Por ejemplo, si en conciencia uno cree que el consumo de carne de ternera es inmoral debido al trato que recibe el ternero, debe abstenerse de comerla aunque ningún documento eclesial exija tal acción. Por otra parte, quien no aprecia la verdad anunciada en Humanae vitae sobre la inmoralidad de la esterilización de los actos conyugales no es libre de practicar la contracepción sin culpa moral. En resumen, una conciencia errónea puede obligar, pero no puede excusar. {12} Si una persona cree en conciencia que debe realizar un determinado acto, entonces tiene que hacerlo. Pero tal juicio de conciencia puede ser erróneo, y quien actúa según una conciencia errónea obra de manera incorrecta. Como confirmó Juan Pablo II «El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en este caso aquel deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre el bien» (Veritatis splendor, 63).
Una definición adecuada de la libertad humana sigue siendo un componente esencial de la sana teología moral católica. Errores perniciosos sobre la libertad no reconocen la auténtica libertad por excelencia que Cristo introduce. En efecto, rectamente entendida, es «[p]ara la libertad [que] Cristo nos hizo libres» (Ga 5,1).
Es difícil exagerar el lugar que ocupa la virtud en la vida moral. Cuando los estudiosos de las cuestiones éticas y los teólogos prestan la debida atención a las virtudes, evitan varios errores a los que son propensas las definiciones inexactas de la vida moral. Por ejemplo, quienes reconocen la importancia de las virtudes en una vida humana integral evitan el peligro de considerar los planteos éticos aislados del conjunto de la vida moral. Quienes se ocupan de la formación de las virtudes reconocen que la repetición de actos forja el carácter. Las personas son algo más que una serie de actos discretos e inconexos. Las disposiciones son una dimensión fundamental del carácter humano. Quienes están atentos a las virtudes reconocen que adherir al bien con prontitud, facilidad y alegría es importante para que el ser humano pueda realizarse con plenitud. Para tener una vida buena no basta evitar el mal obrar. Amar el bien, adherir a él con prontitud y aferrarse a él marcan la vida de las personas que se realizan y son verdaderamente felices.
El término «virtud» se refiere a una disposición estable para hacer el bien. El Catecismo explica: «Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe» (CIC 1804). Quienes describen la vida moral según las virtudes reconocen que su proyecto ético no puede reducirse a una mera modificación de la conducta. La transformación de toda la persona, incluidas las pasiones, es posible gracias al razonamiento moral basado en las virtudes. Las virtudes morales —prudencia, justicia, fortaleza y templanza— pueden adquirirse mediante la repetición de actos humanos (todos sujetos a la premoción divina) o siendo infundidas directamente por Dios, como en el sacramento del bautismo. {13}
Los teólogos y filósofos que enseñan sobre la virtud hablan del justo medio virtuoso. Las virtudes morales de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza abarcan actos razonables que excluyen tanto los excesos como las expresiones defectuosas contrarios a ellos. El justo medio virtuoso no pretende excluir lo apasionado, lo heroico ni lo excelente. Por el contrario, atenerse al justo medio real o racional de la virtud indica que se han evitado las diversas formas de pecar contra la virtud. Un justo medio real se refiere a una norma objetiva (esto es, quien debe mil dólares no observa el justo medio real de la justicia si solo devuelve quinientos). Un justo medio racional se refiere a lo que es razonable en un caso dado en relación con una persona concreta. Por ejemplo, un corredor que se prepara para una carrera larga observa el justo medio racional de la templanza consumiendo más alimentos que otro que planea quedarse tranquilo en casa. Observar un justo medio real o racional no significa que se haya abrazado lo mediocre. Por el contrario, los actos morales excelentes solo incluyen aquellos que evitan formas de actuar desmesuradas, ya sea por exceso o por defecto.
Los pensadores orientados a la virtud se refieren a la «conectividad de las virtudes». Esta expresión indica que las virtudes morales van unidas. No se puede ser virtuoso en el ejercicio de una de las virtudes mientras se falla estrepitosamente en las demás. Por ejemplo, el soldado entregado al consumo de alcohol en exceso tendrá dificultades para llevar a cabo actos valerosos en la batalla. Su intemperancia con la bebida hará extremadamente difícil que pueda realizar esfuerzos militares valerosos. La conexión entre las virtudes se opone a ciertas sensibilidades frecuentes en el lenguaje común. La prostituta virtuosa o el «cura del whisky» de Graham Greene no están en consonancia con un pensamiento lógico sobre la conexión de las virtudes. Los fracasos graves y repetidos para vivir una determinada virtud moral impiden —y a menudo excluyen— el ejercicio de las demás virtudes. Nadie puede vivir las exigencias de la justicia sin las virtudes de la disciplina personal. Nadie puede vivir ninguna virtud moral sin la prudencia necesaria para establecer la medida justa para cualquier asunto que se esté considerando.
Los teólogos católicos distinguen entre virtudes teologales y morales, así como entre virtudes infusas y adquiridas. Las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad corresponden al estado sobrenatural de la naturaleza humana elevada por la gracia, que el bautismo hace posible. Las virtudes teologales no pueden ser autogeneradas, ya que tienen a Dios como origen y objeto. Es decir, los actos de fe, esperanza y caridad comienzan y terminan con Dios mismo. Si bien el objeto de un acto de una virtud moral sigue siendo alguna perfección humana, los actos de las virtudes teologales llegan al mismo Dios. La virtud de la religión, cuyo objeto es la medida adecuada del culto, perfecciona la capacidad de la persona humana de rendir actos de culto a Dios. Los actos de fe, en cambio, creen en Dios mismo o lo profesan (ST II-II, q. 1, a. 1).
Los actos de las virtudes teologales no observan un justo medio del mismo modo que los actos de las virtudes morales. Si bien se puede exceder o no alcanzar el justo medio racional de la fortaleza por cobardía o temeridad, uno no puede creer en Dios, ni confiar en Él ni amarlo demasiado. Aun así, los actos defectuosos contra las virtudes teologales desde una perspectiva humana podrían parecer un pecado por exceso o por defecto. La presunción podría parecer desde cierto punto de vista como un exceso de esperanza mientras que la desesperación se presenta como una expresión insuficiente de esperanza. Un tipo de creencia precipitada en una aparición es, desde cierta perspectiva, un pecado contra la fe por un tipo de exceso. La herejía, huelga decirlo, representa un defecto en la virtud de la fe. Con todo, el justo medio de la virtud se refiere principalmente a las virtudes morales que tienen por objeto alguna perfección humana.
Además, la teología católica distingue entre virtudes morales infusas y adquiridas. {14} El Catecismo de la Iglesia católica hace referencia a esta distinción cuando el texto reconoce que las virtudes humanas pueden ser elevadas por la gracia divina (CIC 1810). La virtud infusa y la virtud adquirida difieren en varios aspectos: origen, motivo y fin. El origen de las virtudes adquiridas sigue siendo la acción moral recta y repetida. Si bien siguen estando bajo la premoción divina, estos actos se desarrollan sin referencia a la gracia sobrenatural. Sin embargo, no ocurren por fuera de la providencia de Dios. En la sabiduría divina, estos actos también atraen al hombre hacia Dios. El origen de las virtudes infusas, teologales y morales, sigue siendo el don sobrenatural de la gracia de Dios. En el bautismo los cristianos reciben el don de la amistad divina y, con él, las virtudes teologales y morales.
Los teólogos describen las virtudes morales adquiridas e infusas como divisibles en varias partes. Las partes integrales de las virtudes se refieren a aquellas virtudes parciales que son necesarias para el ejercicio pleno de la virtud. Por ejemplo, los estudiosos clásicos de las cuestiones éticas reconocen que tanto la honestidad (o decencia) como la vergüenza son necesarias para ejercitar la virtud de la templanza. Estas partes integrales de la virtud hacen que uno se acerque a los placeres de los sentidos que son razonables y se aleje de los desordenados. Sin cualquiera de las partes integrales de una virtud, no se puede decir que uno posea la virtud o sea capaz de ejercerla.
Las partes subjetivas de una virtud moral se refieren al ejercicio pleno de una virtud restringido a un ámbito concreto de la vida. Por ejemplo, la templanza en la comida y la bebida pueden distinguirse como dos partes subjetivas de la templanza: la abstinencia y la sobriedad, respectivamente. El hecho de que se consuman alimentos con moderación no significa que se haga lo mismo con las bebidas embriagantes. Del mismo modo, los teólogos pueden hablar de la prudencia en el hogar (la llamada «prudencia doméstica») y la prudencia en los asuntos militares (prudencia militar). Los observadores de la vida política reconocen que no todo el que se destaca en la prudencia militar lo hace necesariamente en el ámbito de la prudencia regnativa. Del mismo modo, quien sobresale en la prudencia pastoral dentro de una parroquia puede no poseer la prudencia pastoral necesaria para gobernar una diócesis si no realiza algún ajuste.
Por último, las partes potenciales de las virtudes se refieren a aquellas virtudes que utilizan la virtud en algún aspecto, pero que de alguna manera no llegan a cumplir con la definición completa de la virtud. En este sentido, estas virtudes se denominan «potenciales» porque utilizan el poder de la virtud y a la vez son solo potencialmente (pero no de modo pleno) la virtud en sí. Por ejemplo, la religión representa una parte potencial de la justicia, ya que ningún acto religioso puede darle plenamente a Dios lo que le corresponde. En ese sentido, no llega a cumplir con la definición completa de la virtud de la justicia. De manera similar, la continencia se considera una parte potencial de la templanza. La capacidad de abstenerse habitualmente de una actividad sexual incontinente representa una buena disposición. Sin embargo, hacerlo sin un apetito sensible rectificado no llega a cumplir con la definición completa de la virtud de la castidad, que es una parte subjetiva de la templanza. {15}
Corresponde a los pastores de almas instruir a los creyentes en el modo de entender la vida moral según las virtudes. El discernimiento moral basado en las virtudes ayuda a los cristianos a comprender adecuadamente y a vivir en consecuencia los deberes de la vida cristiana. Más aún, la instrucción en las virtudes pone en conocimiento de los creyentes los diversos modos en que Dios ofrece la gracia para crecer en santidad y edificar la Iglesia.
En opinión de muchas personas, la teología moral puede reducirse a un ejercicio de catalogar pecados. El jesuita inglés Thomas Slater opinó célebremente que los textos de teología moral son «libros de patología moral» (Manual of Moral Theology, vi). Si bien los teólogos impregnados de la enseñanza de la Veritatis splendor, de Juan Pablo II, reconocen que la teología moral no puede ser truncada de este modo, de todos modos, los moralistas deben ser capaces de distinguir entre los pecados. Por ejemplo, un pecado contra la castidad no es lo mismo que un pecado contra la religión. Los pecados varían en su objeto (fornicación frente a adulterio), en su gravedad (un hurto menor frente a un robo agravado de vehículo) y en la virtud contra la que actúan (la castidad en el caso de la fornicación y la sobriedad en el caso de la embriaguez). Más aún, los actos buenos siguen siendo el principio por el cual se puede identificar y distinguir entre actos desordenados. En cualquier caso, la teología moral católica debe enseñar con claridad la naturaleza del pecado y sus efectos destructivos.
El Catecismo define el pecado de la siguiente manera: «El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana » (CIC 1849). Recordando la definición de San Agustín, el Catecismo observa que el pecado puede definirse como «una expresión, una acción o un deseo contrario a la ley eterna» (Contra Faustum, 22). El pecado, por tanto, no es la violación de un mandato arbitrario. Representa un incumplimiento o yerro. {16} Los pecados son actos defectuosos que inhiben el amor humano. Como observó San Agustín, «solo el amante canta» (Sermón 336). El objetivo de la vida cristiana —y para los sacerdotes, el objetivo de la prédica cristiana— sigue siendo inculcar una vida entregada al amor.
Ningún pecador, en la medida en que peca, realiza una actividad perfectiva de la persona humana. Cada pecado, de hecho, acarrea su propia consecuencia. En ese sentido, los teólogos morales comprometidos con una visión realista de la naturaleza humana y de la realización plena del hombre reconocen que no existe ningún pecado completamente libre de culpa. Quienes administran el sacramento de la penitencia obran bien cuando procuran que los creyentes eviten los actos malos que conllevan consecuencias malas, tanto si quienes los cometen los reconocen como tales como si no. Por ejemplo, los actos de impureza de cualquier tipo afectan negativamente a quienes los cometen. Incluso si alguien alega ignorar la cualidad defectuosa de un tipo particular de actividad, la realidad es que la elección de tal acto sigue sin ajustarse a la verdad sobre el bien. {17} Actuar de tal manera representa una falta de amor y no permite que la persona crezca en la virtud y desarrolle la integridad moral ni la predispone a obra el bien en el futuro. Los actos de impureza, por ejemplo, no preparan para ninguna vocación conocida en la Iglesia. {18}
A mediados del siglo XX hubo mucha confusión en torno a la enseñanza católica sobre el pecado. En las décadas que siguieron al Concilio Vaticano II, se advirtió la necesidad de una intervención eclesiástica para mantener la distinción clásica entre pecado mortal y venial. Las nuevas teorías de la teología moral, que habrían vaciado de valor esa distinción, hicieron necesaria la intervención del Magisterio para ayudar a los católicos a que recordaran la auténtica enseñanza de la Iglesia. En la exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia (1984), el papa Juan Pablo II enseñó que «algunos pecados, por razón de su materia, son intrínsecamente graves y mortales. Es decir, existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto. Estos actos, si se realizan con el suficiente conocimiento y libertad, son siempre culpa grave» (Reconciliatio et paenitentia, 17). La encíclica Veritatis splendor, de 1993, recordaba también esta importante distinción (Veritatis splendor, 69). La misma Sagrada Escritura enseña la diferencia entre pecado mortal y venial: «Hay pecado de muerte… Toda injusticia es pecado; pero hay pecado no de muerte» (1 Jn 5, 16-17). Algunos teólogos reducen de modo erróneo el pecado mortal a aquellos actos malignos que se oponen directamente a Dios, como la blasfemia o la idolatría. Pero, en realidad, toda violación grave del Decálogo representa un pecado de materia grave, ya sea directamente, como en el ateísmo o la idolatría, o cualquier pecado contra los preceptos del Decálogo.{19} Hay que tener en cuenta que algunos de los mandamientos admiten materia leve (por ejemplo, el hurto leve frente al grave o la mentira perniciosa frente a la jocosa) mientras que los pecados contra otros, en principio, representan pecado grave (por ejemplo, cualquier pecado consumado contra el sexto mandamiento del Decálogo).{20}
La Iglesia reconoce los siguientes elementos como requisitos clásicos de un pecado mortal: materia grave, conciencia plena y consentimiento deliberado. Los pecados que no cumplen con alguno de uno de estos criterios se clasificarían como pecados veniales. La tradición católica asigna el término «enemigos de lo voluntario» para indicar aquellos factores que pueden reducir la plena capacidad de actuar de un modo verdaderamente humano. La ignorancia, la violencia, el temor y la concupiscencia componen esta lista tradicional de causas que reducen la libertad. {21} La ignorancia de un hecho, como, por ejemplo, si un día concreto ha sido declarado o no día de ayuno, es algo sobre lo que uno puede ser perfectamente ignorante. Sin embargo, los requisitos básicos de una vida recta no entran dentro de esta categoría. Es cierto que algunas especificaciones del Decálogo a veces no son fáciles de adjudicar, como la cualidad moral de ciertos procedimientos biológicos, en los que existe desacuerdo incluso entre autores razonables y aprobados. Sin embargo, la dificultad para navegar los casos difíciles no debe opacar el hecho de que las obligaciones básicas de la ley natural, incluidas las relativas a la protección de la vida humana y el amor humano casto, siguen siendo claras para la conciencia humana. Como afirma el Catecismo «nadie ignora los principios de la ley moral» (CIC 1860).
La distinción entre pecado grave y pecado mortal puede exagerarse en algunos sectores teológicos, hasta el punto de que un pecado mortal se convierte en algo imposible de cometer. El papa Juan Pablo II respondió a este problema cuando, en ejercicio de su ministerio petrino, afirmó que «el pecado grave se identifica prácticamente, en la doctrina y en la acción pastoral de la Iglesia, con el pecado mortal»(Reconciliatio et paenitentia, 17). Esta enseñanza magisterial guía la disciplina canónica relativa a la recepción de la Sagrada Comunión. Todos los misales en prácticamente todas las parroquias de los Estados Unidos, por ejemplo, afirman la sustancia de esta enseñanza cuando declara: «una persona que es consciente de pecado grave no debe recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor» {22}. Esta instrucción es casi idéntica a la disciplina del Código Latino de Derecho Canónico de 1983: «Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental» (CIC 916). Así pues, la distinción entre pecado grave y mortal es real; sin embargo, no debe utilizarse, como suele hacerse, para consentir el pecado grave o dar ánimos a los pecadores respecto de sus malas acciones. Tal como la disciplina sacramental y la enseñanza magisterial de la Iglesia dejan claro, la actividad gravemente pecaminosa no está en conformidad con la verdad sobre el bien. Nadie debe invocar la distinción entre pecado grave y mortal de manera que lleve a alguien a mitigar el debido deseo cristiano de evitar actos que no conduzcan a la felicidad humana.
La reflexión sobre la ley es un elemento constitutivo de cualquier explicación de la vida moral cristiana. Se suele malinterpretar el papel de la ley en la vida de los creyentes cristianos. Con demasiada frecuencia, los católicos individuales pueden confundir un tipo de ley con otro. Comprender la verdadera naturaleza de la ley y distinguir entre los distintos tipos de leyes es importante para llevar a cabo una definición realista de la vida moral. El Catecismo de la Iglesia católica se hace eco de la definición de ley de Santo Tomás cuando enseña que «la ley es una regla de conducta proclamada por la autoridad competente para el bien común. La ley moral supone el orden racional, establecido entre las criaturas para su bien y con miras a su fin, por el poder, la sabiduría y la bondad del Creador» (CIC 1951). Los teólogos distinguen entre la ley eterna, natural, divina (distinguiendo además entre la ley Antigua y Nueva) y humana. La ley eclesiástica puede contener elementos de cada uno de estos tipos de leyes.
El Catecismo enseña que la base de toda ley es la ley eterna (CIC 1952). La ley eterna se presenta como expresión de la sabiduría divina, a la cual deben conformarse todas las demás leyes —la natural, la divina (tanto la Antigua como la Nueva) e, incluso, la ley humana—. La ley natural se refiere a la participación de la ley eterna en la creatura racional. {23} En la época contemporánea abundan las confusiones sobre la ley natural y sus requerimientos. Algunos pensadores ponen en duda su existencia misma mientras que otros rechazan que se fundamente en la ley eterna. La ley natural no debe concebirse como un conjunto de preceptos susurrados al oído de una persona, por así decirlo, como si describiera meramente un conjunto de información proporcionada al margen de la revelación divina. Más bien, la ley natural se comprende mejor como la impronta de la sabiduría divina en las potencias del alma del hombre. La ley natural establece los objetos y fines adecuados de los actos del hombre y se despliega según las inclinaciones naturales hacia esos fines. Como enseñó el papa Juan Pablo II en Veritatis splendor:
Solo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque Él es el Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (cf. Rm 2:15), la «ley natural». Esta «no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley al hombre en la creación. (Veritatis splendor, 12)
La ley natural incluye preceptos positivos y negativos, como el precepto de que uno debe adorar a Dios pero debe abstenerse de asesinar. Los preceptos negativos de la ley natural obligan siempre y en todos los casos —semper y pro semper (Veritatis splendor, 52). Por ejemplo, quitar intencionadamente una vida humana inocente representa un acto defectuoso que en ningún caso puede ser perfectivo de la persona humana. Por tanto, el precepto negativo es siempre válido: el homicidio es un malum in se, y nadie puede decidir cometerlo sin incurrir en una culpa moral en cualquier circunstancia (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 57). Los preceptos positivos, como la ley según la cual se debe adorar a Dios en actos externos y públicos, no significan que en todos los casos se deba practicar el culto público. Si uno está en el hospital para someterse a una cirugía de corazón, no está obligado a asistir a la iglesia parroquial en domingo o en una solemnidad de precepto. De hecho, uno no debería intentar desobedecer las órdenes de un médico para hacerlo.
La ley natural incide más profundamente en las inclinaciones naturales de las que está dotada la persona humana. {24} Las teorías éticas voluntaristas descuidan este aspecto de la ley natural y la reducen solo a preceptos positivos y negativos. Cuando se reconoce la ley natural como huella de la sabiduría divina, se evita el error que la reduciría a una serie de obligaciones y prohibiciones impuestas desde fuera. En cambio, quien vive según la ley natural está en conformidad con la verdad sobre el bien de la persona humana.
La ley divina o revelada incluye tanto la ley del Antiguo como la del Nuevo Testamento. La mejor forma de entender la ley Antigua es considerar que tiene tres partes: los preceptos morales, ceremoniales y jurídicos. La prohibición del adulterio o del robo en la Antigua Ley, por ejemplo, puede distinguirse de la ley dietaria u otros preceptos ceremoniales. Cristo cumple los preceptos ceremoniales de la ley Antigua (Mt 5:17) que pasan ahora a la ley litúrgica de la Iglesia. Las leyes de la Iglesia que atañen a la celebración de la Misa y los demás sacramentos cumplen, por así decirlo, las antiguas leyes sobre el culto a Dios. La fiel observancia de la ley litúrgica en la actualidad está en conformidad con el reconocimiento bíblico de que el culto a Dios debe desarrollarse según rituales prescritos. Por otra parte, los preceptos morales del Decálogo mantienen su plena vigencia en la dispensación cristiana. Los Diez Mandamientos expresan los preceptos de la ley natural que, en principio, son inmutables. Estas leyes se corresponden directamente con la naturaleza humana, y su cumplimiento hace posible que el ser humano pueda realizarse con plenitud. Hoy los cristianos no están obligados a cumplir los preceptos de la ley dietaria del Antiguo Testamento ni a practicar la circuncisión ceremonial (Hch 15:1-29). Pero los cristianos deben cumplir los preceptos del Decálogo. Esta diferencia entre la observancia obligatoria de los preceptos contenidos en la ley del Antiguo Testamento no es un juicio arbitrario ni una lectura selectiva de los pasajes del Antiguo Testamento. Más bien, la distinción misma entre los distintos tipos de leyes refuerza la enseñanza de la Iglesia según la cual los preceptos morales son inmutables porque se basan en la propia naturaleza humana. Las leyes ceremoniales o litúrgicas son especificaciones de obligaciones de la ley natural, pero no se basan ellas mismas en la ley natural. La Iglesia, por ejemplo, especifica qué días sus miembros deben practicar la penitencia o en qué fiestas están obligados a participar de la misa (días de precepto). La ley moral natural obliga al culto regular y público de Dios (CIC 2176), y la Iglesia especifica entonces cómo se cumplirá ese precepto de la ley natural de manera comunitaria. {25}
Además de las leyes morales y ceremoniales, el Antiguo Testamento contiene preceptos jurídicos relacionados con el reino político. Estas leyes encuentran su cumplimiento en las normas de la Iglesia, sobre todo en los Códigos de Derecho Canónico. Nos referimos, por ejemplo, a las leyes eclesiásticas relacionadas con los bienes temporales y la creación de parroquias. Al reconocer estas distinciones entre preceptos morales, ceremoniales y jurídicos, los cristianos evitan el error antinomianista que descartaría la necesidad de la ley o su utilidad. Más bien, los cristianos deberían especificar qué tipos de leyes del Antiguo Testamento se cumplen de algún modo en la Nueva Ley. La Nueva Ley se refiere más propiamente a la Nueva Ley de la gracia, por la cual Dios da su gracia tanto para cumplir los requisitos de la ley moral como para sanar y elevar a una persona a la comunión de su amistad. En segundo lugar, la Nueva Ley se refiere a las expresiones de la ley moral del Nuevo Testamento, especialmente las enseñanzas de Cristo en el Sermón de la Montaña (Mt 5-7). {26}
La ley humana se refiere más propiamente a las leyes positivas de la sociedad civil. Estas leyes deberían basarse en la ley natural, pero no son reducibles a ella. Por ejemplo, no todas las prohibiciones de la ley natural deben estar contenidas en la ley civil. La prohibición de los mandamientos noveno y décimo del Decálogo, por ejemplo, no debería estar proscrita en la ley civil. Los pensamientos envidiosos son pecados contra el décimo mandamiento y, para los cristianos, se oponen a la virtud teologal de la caridad y, por tanto, no son perfectivos de la persona humana (ST II-II, q. 36). Sin embargo, los actos interiores de envidia no son ni deben ser objeto de una prohibición civil.
Para determinar si un acto debe ser proscrito por la ley civil, hay que considerar si dicha ley puede o no ser aplicada. No todos los males morales deben ser prohibidos por la ley civil. De hecho, una de las funciones de la ley divina es proscribir y castigar aquellos actos que no podrían ser prohibidos de modo razonable por la legislación civil. En la época contemporánea, algunos invocan esta consideración de la aplicabilidad de la ley civil para argumentar que el aborto no debería ser penalizado. Sin embargo, estas personas no son capaces de reconocer que la razón por la que quienes practican abortos deberían estar sujetos a sanciones civiles no es simplemente que hayan cometido un acto gravemente inmoral. Más bien, la protección de los seres humanos dentro de una jurisdicción geográfica sigue siendo una obligación de un gobierno civil. Por esa razón, los niños no nacidos merecen protección legal, independientemente de la dificultad de aplicar tales prohibiciones civiles.
La ley eclesiástica contiene elementos de la ley natural y divina, pero también incluye estipulaciones específicas que están sujetas a cambios. El derecho positivo eclesiástico ocupa una especie de posición intermedia entre la ley divina y la ley humana. La ley de la Iglesia contiene elementos de la ley divina y natural que son inmutables y, en otros puntos, contiene especificaciones positivas de esas leyes que ciertamente podrían ser modificadas —y con cierta regularidad lo son—. Los teólogos morales comprometidos con la tradición íntegra de la Iglesia deben estar atentos al papel que ocupa la ley en sus estudios. Hacen bien en expresar con claridad que la ley es uno de los caminos mediante los cuales Dios orienta al hombre hacia Él. Las leyes morales no son imposiciones arbitrarias o restricciones a la libertad del hombre, sino vías necesarias y beneficiosas para su realización plena.
Si se hojeara el catálogo de cursos de una escuela de teología, uno podría quedar sorprendido por la ubicación del curso sobre la gracia en el plan de estudios. Dependiendo de la universidad o seminario y de su tendencia teológica, la gracia podría ser enseñada por un teólogo dogmático o por un moralista. Aunque por momentos estas divisiones pueden ser exageradas, en las escuelas centradas en la tradición tomista el curso sobre la gracia sería impartido por un teólogo moral. Santo Tomás de Aquino incluye su tratado sobre la gracia al final de la Prima secundae, la primera parte de su tratado moral en la Suma Teológica. Esta ubicación ofrece a sus estudiantes varias ventajas. Quienes reconocen la importancia de la gracia para la vida moral cristiana evitan inmediatamente el error de restringir las cuestiones morales a una lista de prohibiciones u obligaciones. Una vez que se reconoce que la vida moral involucra la dinámica del camino del hombre hacia la unión con Dios, solo posible gracias a Sus dones, se vuelve evidente la necesidad de incluir la instrucción sobre la gracia como un aspecto fundamental de la reflexión moral.
El Catecismo de la Iglesia católica define la gracia como «una participación en la vida de Dios» (CIC 1997). El texto continúa: «Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: por el bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como “hijo adoptivo” puede ahora llamar “Padre” a Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida del Espíritu que le infunde la caridad y que forma la Iglesia» (CIC 1997). La gracia implica tanto una sanación (gratia sanans) como una elevación (gratia elevans) más allá de la naturaleza humana ordinaria. Cura las heridas del pecado y eleva a la criatura inteligente a la amistad con Dios. {27} Por la gracia, la persona humana se convierte en algo más de lo que es por naturaleza. Los bautizados en Cristo son receptores de su gracia y ahora son «hijos adoptivos». No es de extrañar que el papa Francisco declarara que «un niño bautizado no es lo mismo que un niño no bautizado» (Audiencia general, 8 de enero de 2014).
Una característica común de la enseñanza católica convencional sobre la gracia sigue siendo una serie de distinciones dentro de la gracia misma. Por ejemplo, los teólogos católicos distinguen entre gracia creada y gracia increada. {28} La gracia increada se refiere a la gracia de la Encarnación, al modo en que Dios habita en las almas de los justos, y a la gracia de la que se goza en la visión beatífica. Estas gracias se refieren de algún modo a Dios mismo y, por tanto, se denominan «gracias increadas». Todas las demás gracias son ejemplos de gracia creada, o gracias distintas de Dios mismo. Las gracias pueden ser exteriores, como el ejemplo de los santos o la sagrada liturgia, o interiores, como la forma en que Dios impulsa nuestro intelecto o voluntad hacia algún bien perfectivo. Tales gracias pueden distinguirse entre iluminadoras (las que impulsan al intelecto a acoger alguna verdad) e inspiradoras (las que fortalecen la voluntad para conseguir algún bien).
Además, Santo Tomás de Aquino distinguió entre gracia gratuita y santificante, gracia operante y cooperante, y gracia preveniente y subsiguiente (ST I-II, q. 111). La división entre gracia gratuita y santificante tiene importantes consecuencias pastorales. El hablar en lenguas y otros dones espirituales son gracias gratuitas ofrecidas libremente para la edificación de la Iglesia. Algunas personas con una formación insuficiente en la fe tienden a sobredimensionar estas gracias y a descuidar la importancia primordial de la gracia santificante. {29} Una buena confesión vale más que estas otras expresiones de piedad aparentemente más llamativas. La distinción entre gracia suficiente y gracia eficaz resulta importante en tiempos modernos. La discusión de la controversia De Auxiliis que veremos más adelante involucra la diferencia que existe entre ambas. Las gracias operantes se refieren a aquellas en las que Dios actúa en nosotros, como en el bautismo de un niño. Las gracias cooperantes se refieren a aquellas en las que Dios mueve al hombre a responder libremente a sus exhortaciones.
Una distinción esencial que faltaría en una correcta presentación de la doctrina católica sobre la gracia es la que se establece entre la gracia actual y la gracia santificante, también llamada habitual. Lejos de ser una mera sutileza académica, tener en cuenta esta distinción, incluida en el Catecismo de la Iglesia católica(CIC 2000), sigue siendo esencial para comprender adecuadamente la acción de Dios en el mundo. {30} Sin la distinción entre gracia actual y gracia santificante, sería imposible no colapsar y equiparar cada movimiento de Dios en el mundo con la santificación plena hecha posible a través del bautismo, los sacramentos y la infusión de la gracia santificante. Por otra parte, sin reconocer claramente la realidad de la gracia actual, se podría concluir falsamente que, a menos que se disfrutara de la amistad con Cristo en la gracia santificante, Dios no estaba activo en absoluto en la vida de una persona y en su movimiento hacia Él. De hecho, ser consciente de esta distinción sigue siendo esencial para cualquier explicación correcta de la actividad de Dios en la vida del hombre.
La relación entre gracia divina y libertad humana ha gozado de atención considerable a lo largo de la historia de la Iglesia. Los creyentes se han preguntado durante mucho tiempo cómo se relacionan el conocimiento y el poder de Dios con la libertad humana. Ya en el siglo V, los seguidores del monje laico Pelagio (354-418) sucumbieron al error de que el hombre podía salvarse a sí mismo sin la ayuda necesaria de la gracia de Dios. Los adeptos a este error pelagiano malinterpretaron la naturaleza de la gracia, creyendo que simplemente facilitaba la realización de aquellos actos que ya eran naturalmente posibles para el hombre. Como reacción a la corrección de la herejía pelagiana por parte de San Agustín, algunos abrazaron una forma de semipelagianismo que seguía sin reconocer el papel primordial de la gracia divina en la salvación humana. Como declaró el II Concilio de Orange en el año 529 d. C. , «Si alguien dice que la gracia de Dios puede ser conferida como resultado de la oración humana, pero que no es la gracia misma la que nos hace orar a Dios, contradice al profeta Isaías o al Apóstol que dice lo mismo» {31}.
En la época moderna, los debates acerca de la gracia marcaron profundamente la teología católica y provocaron grandes divisiones entre las diversas escuelas de pensamiento. La controversia De Auxiliis del siglo XVII, que provocó la publicación de la Concordia del jesuita español Luis de Molina en 1600, atrajo gran parte de la atención del mundo teológico a principios del siglo XVII. Molina (1535-1600) sostenía que, a través de lo que él denominaba «conocimiento medio de Dios», Dios podía saber cómo respondería alguien si se le concedía una gracia concreta. Él daría tal gracia basándose en la posible respuesta de la persona. La Congregatio de Auxiliis (Sobre el auxilio divino) trata sobre la investigación de la ortodoxia doctrinal que contienen las afirmaciones de Molina. Por su parte, los jesuitas defendieron a Molina, y los dominicos defendieron la posición tradicional agustiniana y tomista ejemplificada en los escritos de Domingo Báñez (1528-1604). Los dominicos se opusieron a la formulación de Molina, afirmando que otorgaba demasiada influencia al libre albedrío del hombre y no la suficiente a la primacía de la gracia divina. {32} El papa Pablo V (pontificado 1605-1621) declaró terminada la controversia cuando insistió en que los dominicos no calificaran la posición jesuita de semipelagiana y, a su vez, que los jesuitas no ridiculizaran la postura dominica calificándola de calvinista. {33} En realidad, esta controversia nunca se terminó de resolver y en la actualidad sigue siendo una preocupación central de la teología. {34}
La doctrina católica sobre la gracia sostiene que la justificación implica una transformación interior y no un mero «encubrimiento» del pecado. En términos generales, los teólogos de las comunidades eclesiales de la Reforma tienden a describir la justificación de forma diferente a los católicos. Los de la escuela reformada suelen hacer hincapié en la declaración de Dios de que el hombre ha llegado a ser justo a sus ojos, sin la correspondiente afirmación de que la gracia ha sanado y elevado de hecho la naturaleza caída del hombre para que pueda recibir el don de la amistad divina.{35}
Las disputas teológicas más significativas del siglo XX fueron los debates sobre la relación entre lo natural y lo sobrenatural. La obra de Henri de Lubac Surnaturel: Études historiques (1946), sigue figurando entre los textos más influyentes —y controvertidos— de ese siglo. {36} De Lubac se opuso a la enseñanza católica tradicional de la época, que afirmaba que el hombre posee una potencia obediencial específica para recibir la gracia de Dios. De Lubac deseaba hacer hincapié en las formas en que el hombre estaba preparado para recibir el don de la gracia. Temía que los teólogos de la época estuvieran insistiendo demasiado en la distinción entre el orden natural y el sobrenatural. En textos posteriores, intentó aclarar que no pretendía rechazar la gratuidad de la gracia de Dios; solo quería señalar que el hombre estaba preparado desde su creación para recibir la gracia.
La enseñanza católica sobre la gracia incluye la posibilidad del mérito en la vida cristiana. El mérito se refiere a aquellos actos que merecen alguna recompensa. {37} Estrictamente hablando, en la dispensación cristiana, no existe ningún mérito entre Dios y el hombre. Sin embargo, Dios incorpora al hombre a su plan salvífico y hace posible que el hombre merezca la gracia para sí mismo y para los demás. Los teólogos distinguen entre mérito de condigno y mérito de congruo. Meritum de condigno se refiere al mérito propiamente dicho. Por ejemplo, la pasión y muerte de Cristo nos merecen la redención. Meritum de congruo se refiere a un tipo de mérito menos estricto, como en una especie de «derecho a recompensa» amistoso. Nuestras oraciones y sacrificios merecen con mérito de condigno para nosotros mismos y con mérito de congruo para la gracia de la conversión para otros. Los textos de la sagrada liturgia utilizan regularmente el término «mérito». Los sacerdotes deben estar especialmente atentos a la importancia del mérito en el cumplimiento de su tarea pastoral. Los pobres pecadores necesitan que quienes ya gozan de la amistad divina les merezcan la gracia de la conversión. No pueden merecer por sí mismos la llamada «primera gracia», necesaria para la conversión de vida. Dado que el estado de gracia es necesario para merecer para uno mismo y para los demás, a través de su papel de confesores, los sacerdotes ocupan una ayuda esencial para la posibilidad de recibir el mérito. La recepción frecuente del sacramento de la penitencia, recomendada a todos, sigue siendo necesaria para continuar mereciendo la gracia para uno mismo y para los demás. La devoción a la Santísima Virgen María bajo la advocación de Nuestra Señora de Fátima se apoya en la enseñanza sobre el lugar del mérito en la vida cristiana. La invocación popular a rezar, ayunar y «ofrecer» sufrimientos por los pobres pecadores corresponde a la enseñanza católica sobre la gracia y el mérito.
Es posible que los nuevos estudiantes de teología moral se sorprendan al enterarse de que los cursos de teología moral fundamental incluyen una sección sobre el Magisterio de la Iglesia. Dado que los cursos de eclesiología y Derecho Canónico tratan tanto del Magisterio de la Iglesia como de diversos aspectos canónicos de los asuntos eclesiásticos, se podría pensar que la instrucción en teología moral no necesita tratar el Magisterio de la Iglesia. Pero tradicionalmente los cursos de teología moral han incluido alguna reflexión sobre el papel de la Iglesia en la vida moral cristiana. Por su parte, la tercera sección del Catecismo de la Iglesia católica incluye un análisis de la Iglesia como Madre y Maestra (CIC 2030-2046).
El Catecismo explica que la Iglesia ofrece a los creyentes muchas formas de ayuda salvífica para vivir la vida moral cristiana. La Iglesia proporciona instrucción auténtica sobre cuestiones morales. Los católicos encuentran en el Magisterio enseñanzas sólidas sobre cómo vivir y cómo amar. Los católicos rectos acogen con agrado las intervenciones del Magisterio sobre temas morales, especialmente en casos difíciles. Bien entendida, la enseñanza magisterial sirve de guía para una auténtica vida cristiana. No es una injerencia extrínseca, no deseada, ni una mera opinión entre otras. En décadas recientes, la Iglesia ha ofrecido una orientación específica sobre una serie de cuestiones morales, desde la ética sexual hasta la bioética, pasando por la doctrina social. {38}
La Iglesia ofrece a los creyentes buenos ejemplos a través del testimonio de los santos. A través de la sagrada liturgia, la administración de los sacramentos y otras oraciones devocionales, la Iglesia hace posible la santificación y la transformación en la gracia hacia las cuales se dirige la vida moral cristiana. Así pues, la Iglesia ocupa un lugar indispensable en la vida moral cristiana. Una vez que los estudiantes comprenden correctamente la disciplina de la teología moral, se esclarece el papel de la Iglesia. La teología moral nos enseña cómo Dios configura al hombre y sus acciones para orientarlos a una unión plena y feliz con Él mismo. La Iglesia, mediante la instrucción auténtica, la gracia de los sacramentos y el ejemplo de los santos, hace posible esta transformación y elevación.
Cuando se discute el papel del Magisterio en materia moral surgen varias cuestiones. Algunos teólogos pretenden restringir el lugar de la instrucción de la Iglesia a cuestiones de fe dogmática o de instrucción moral revelada. En cambio, la Iglesia reconoce que tiene autoridad para instruir incluso en cuestiones de la ley natural. En efecto, el Catecismo afirma: «La autoridad del Magisterio se extiende también a los preceptos específicos de la ley natural, porque su observancia, exigida por el Creador, es necesaria para la salvación» (CIC 2036). {39} La Iglesia ayuda a los fieles a ver con claridad los requerimientos de la ley moral natural para vivir de manera recta. Si el Magisterio de la Iglesia no gozara de esta competencia, su misión de salvar a las almas se vería obstaculizada. Las violaciones graves de la ley natural impiden que el hombre pueda realizarse plenamente y vuelve más difícil su salvación. Por eso, para cumplir su misión sagrada, la Iglesia debe ayudar a los fieles a conocer y respetar la ley moral natural (1 Tm 3:15).
También puede surgir confusión respecto de cuánto deben asentir los fieles (especialmente los profesores de teología) a la enseñanza de la Iglesia en cuestiones morales. La Iglesia misma ofrece una variedad de respuestas apropiadas a diversos niveles de la enseñanza del Magisterio. La nota doctrinal ilustrativa de la fórmula conclusiva de la «Professio fidei» (1998), de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ofrece explicaciones y ejemplos de asuntos morales bajo tres niveles de enseñanza magisterial. {40} El primer nivel de enseñanza comprende aquellas cuestiones formalmente reveladas por Dios a las que los creyentes deben asentir por fe (De fide credenda). Por ejemplo, la Congregación enseña que la grave inmoralidad del asesinato directo y voluntario de un ser humano inocente debe entenderse como revelada por Dios. El segundo nivel de enseñanza magisterial comprende aquellas cosas tan estrechamente relacionadas con la revelación que es necesario sostenerlas para asentir a lo que ha sido revelado (De fide tenenda). Entran en esta categoría las cuestiones de necesidad histórica o lógica, como la elección válida de un pontífice romano, la canonización de un santo o la imposibilidad de ordenar con validez a una mujer. La Congregación incluye la naturaleza ilícita de la eutanasia como ejemplo de este nivel de enseñanza magisterial. La tercera categoría incluye enseñanzas auténticas que no han sido propuestas como infalibles ni están tan estrechamente conectadas con la revelación como para ser cuestiones que deban ser defendidas de modo categórico. La respuesta adecuada de los fieles, incluso a esta enseñanza no infalible, es la sumisión religiosa de la voluntad y del intelecto (Obsequium religiosum). Si bien algunos aspectos de la doctrina social de la Iglesia entran ciertamente en el nivel de De fide credenda o De fide tenenda, otros aspectos entrarían en esta tercera categoría de instrucción. Por último, debemos observar que las declaraciones meramente prudenciales o las cuestiones de opinión papal o episcopal no son todavía necesariamente enseñanzas auténticas. Estas declaraciones deben recibir el respeto que merecen como comentarios de obispos o de un pontífice romano, pero no toda palabra pronunciada por tales personas pretende ser necesariamente una expresión auténtica del Magisterio.
El mismo documento de 1998 de la Congregación explica cómo describir la falta de asentimiento adecuado a los diversos niveles de enseñanza magisterial. El término herejía se reserva para el rechazo de una verdad del primer nivel de enseñanza magisterial, a saber, una verdad revelada por Dios. Quien rechaza una verdad de la segunda categoría ya no está en plena comunión con la Iglesia. De quien disiente de una proposición de la tercera categoría se dice que ha propuesto una opinión errónea, peligrosa o temeraria. El modo en que los teólogos y otras personas deben recibir la enseñanza de los diversos niveles de autoridad magisterial ha sido objeto de cierta controversia. La Instrucción Donum veritatis (1990) aportó claridad al respecto. En ella, la Congregación para la Doctrina de la Fe instruyó que el teólogo que cuestiona la doctrina de la Iglesia «evitará recurrir a los medios de comunicación en lugar de dirigirse a la autoridad responsable, porque no es ejerciendo una presión sobre la opinión pública como se contribuye a la clarificación de los problemas doctrinales y se sirve a la verdad» (Donum veritatis, 30). Este error existe tanto a la izquierda como a la derecha ideológica de los asuntos eclesiales. «Pensar con la Iglesia» (sentire cum ecclesia) no incluye llamamientos a los medios de comunicación destinados a convencer a los prelados de que cambien las formulaciones doctrinales. Solicitar de modo privado una mayor claridad o desestimar de modo cortés las formulaciones imprecisas parecerían estar más en sintonía con la visión de la Iglesia sobre el modo de recibir sus enseñanzas. Incluso en los casos en los que los prelados hablan de forma imprecisa o comparten opiniones personales que puedan entrar en conflicto con la auténtica enseñanza católica, los fieles católicos deberían evitar de todos modos las tácticas de la plaza política o de los movimientos revolucionarios. En cambio, recurrir a la oración, apelar a procedimientos canónicos legítimos (por ejemplo, el recurso jerárquico) y acogerse a métodos más discretos de persuasión resultan más fructíferos para la Iglesia y se ajustan en mayor medida a la auténtica visión eclesial presentada por el Magisterio de la Iglesia.
Fe
El pleno florecimiento de la vida cristiana encuentra su mejor expresión en la vida de las virtudes teologales animadas por los dones del Espíritu Santo. {41} Lo que el Catecismo llama «vida teologal» (CIC 2686) denota una vida transformada y elevada por la gracia y las virtudes teologales. {42} Corresponde a los pastores de la Iglesia ayudar a los creyentes cristianos a percatarse de que su vida como seguidores de Cristo supone mucho más que simplemente evitar el pecado mortal. Examinemos ahora cada una de las tres virtudes teologales, seguidas de un tratamiento de las virtudes cardinales y de los dones del Espíritu Santo.
El decreto Dei Filius del Concilio Vaticano I (1870) definió la fe como «una virtud sobrenatural por medio de la cual, con la inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos como verdadero aquello que Él ha revelado, no porque percibamos su verdad intrínseca por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del Dios mismo que revela» (Dei Filius, cap. 3). Los teólogos distinguen entre fe viva y fe muerta. La fe animada por la caridad que posee quien está en estado de gracia se llama con razón «fe viva». La fe poseída por quien ha perdido la virtud de la caridad a causa del pecado grave sigue siendo, sin embargo, la misma virtud de la fe. Como afirma Santo Tomás, «[L]a fe viva y la fe sin vida no son hábitos distintos» (ST II-II, q. 4, a. 4). Esta verdad teológica tiene importantes consecuencias pastorales. Los bautizados que poseen los hábitos de la fe y la esperanza conservan estas virtudes y pueden ejercitarlas incluso después de haber cometido un pecado grave y sufrido la consiguiente pérdida de la caridad. Aunque esta fe sin vida no es salvífica, y aunque dicho pecador requiere la reconciliación con Cristo y con la Iglesia mediante el sacramento de la penitencia, el que posee una fe sin vida sigue creyendo que Dios puede perdonarle y, por medio de la virtud de la esperanza, lo desea. Esta realidad teológica explica el lugar privilegiado que tiene el pecador bautizado en el plan de salvación de Dios. {43}
Los pecados contra la virtud de la fe incluyen la duda voluntaria, la incredulidad, la herejía y la apostasía (CIC 2089). Los creyentes deben «alimentar y proteger [su] fe con prudencia y vigilancia» (CIC 2088). Aunque el Catecismo clasifica el cisma como un pecado contra la fe, santo Tomás de Aquino lo considera, más bien, un pecado contra la caridad (ST II-II, q. 39). Con ello, el Aquinate subraya el hecho de que romper la comunión con la Iglesia atenta contra el vínculo de caridad que debe unir a todos los creyentes. No obstante, el orden de estos pecados (duda pecaminosa, incredulidad, herejía, etc.) alude a la posibilidad de un pecado aún más profundo y dañino contra la fe, que puede conducir finalmente a la apostasía total. A veces se confunde la distinción entre los pecados contra la fe en general y aquellos a los que la Iglesia asigna una pena canónica. Disentir de la enseñanza auténtica de la Iglesia puede no estar sujeto en todos los casos a una pena canónica, pero no deja de ser un pecado contra la virtud de la fe. De hecho, el rechazo impío de las costumbres eclesiásticas o de revelaciones privadas aprobadas no constituye herejía sujeta a pena canónica, pero aun así podría ser un pecado contra la virtud de la fe.
Esperanza
Para muchos cristianos, lo que entienden por la virtud teologal de la esperanza adolece de un malentendido, muchas veces debido a que confunden la diferencia entre la emoción de la esperanza y la virtud teologal del mismo nombre. Aunque estas dos realidades gozan de ciertas similitudes, existen importantes diferencias entre la emoción y la virtud. La emoción de la esperanza pertenece a los apetitos de los sentidos, en tanto que la virtud de la esperanza tiene su sede en la voluntad. La virtud teologal se entiende como una potencia del apetito racional que desea los bienes que el creyente conoce a través de la fe. La esperanza se refiere más precisamente al Cielo y a los medios para obtener las recompensas celestiales. El Catecismo define la esperanza como «la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra» (CIC 1817).
Los teólogos identifican cuatro características en la virtud de la esperanza. Los cristianos esperan lo que se puede obtener por gracia. No se puede esperar lo imposible. Por ejemplo, no se puede, por la virtud de la esperanza, desear la salvación sin que haya conversión. De hecho, un movimiento tan desordenado sería un ejemplo del pecado de presunción. Del mismo modo, no se puede esperar la salvación de todas las criaturas inteligentes y libres, puesto que la enseñanza auténtica de la Iglesia reconoce la condena eterna de los demonios. {44} Solo pueden ser objeto de esperanza las cosas posibles en la fe. Quien ejercita la virtud de la esperanza desea algún bien futuro. Los bienes que ya se poseen no pueden ser objeto de la virtud de la esperanza. Por ejemplo, incluso durante su vida terrena, el Señor poseía todas las virtudes, excepto las impropias de una naturaleza humana hipostáticamente unida a la divinidad. Así pues, durante el transcurso de su vida terrena, el Señor no poseía ni la fe ni la esperanza, sino que ya gozaba de la visión beatífica. {45} El objeto de la esperanza debe ser algo arduo o difícil de obtener. No se espera lo que es fácil. Por último, solo se pueden esperar aquellos bienes que son perfectivos de las personas. El deseo de cualquier cosa que no cumpla con estos criterios no sería un deseo propio de la virtud teologal de la esperanza. {46}
Los dos vicios que se oponen a la esperanza son la desesperación y la presunción. También en este caso, los creyentes confunden a veces otros pecados con estas graves ofensas contra la esperanza. Por presunción, se desean las recompensas de la vida cristiana sin la conversión concomitante que se necesita para obtenerlas. La persona que, antes de pecar, tiene intención de acogerse al sacramento de la penitencia, no ha cometido el pecado de presunción. Por otra parte, la persona que desea el Cielo sin el propósito de abandonar un estilo de vida pecaminoso abusa de la misericordia de Dios. El perdón de Dios exige propósito de enmienda o el deseo de vivir de forma recta. Las personas desesperadas pasan por alto el hecho de que la bondad de Dios no se ve frustrada por su comportamiento pecaminoso. Más bien, quienes están desesperados deben implorar la gracia de desear de nuevo los bienes que Dios desea darles. Los autores espirituales identifican la falta de castidad y la pereza espiritual como vicios que pueden llevar a la desesperación. Por eso, las personas que incurren habitualmente en pecados contra la castidad necesitan fortalecerse en la esperanza para evitar la desesperación que puede acompañar al pecado grave habitual.
La virtud de la esperanza se perfecciona con el don del temor a Dios. Este don del Espíritu Santo asegura que el temor a la pérdida del Cielo pase del temor servil al castigo al temor filial pleno de ofender al Señor. Conviene a los católicos saber que el temor servil no es un acto malo, sino que, de hecho, representa el movimiento inicial de alejamiento del pecado y de acercamiento al Dios bueno. Como enseñó el Concilio de Trento: «Si alguno dijere que el temor del infierno, por el cual, doliéndonos de nuestros pecados, huimos a la misericordia de Dios o nos abstenemos de pecar, es pecado o hace peores a los pecadores, sea anatema» (Concilio de Trento, Sesión VI, Canon VIII). Los teólogos denominan «temor inicial» al temor que incluye elementos tanto del temor servil como del temor filial.
Caridad
Santo Tomás de Aquino comienza su tratado sobre la caridad preguntándose si la caridad es un tipo de amistad (ST II-II, q. 23, a. 1). Reconoce con Aristóteles que no todo tipo de amor puede caracterizarse como amistad. El amor puede ser concupiscible (cuando uno desea algún bien para sí mismo) o benevolente (cuando uno desea algún bien para otro). El amor al vino o a los dulces representa un amor concupiscible. El amor benevolente pero no concupiscible puede tener la cualidad de una amistad. En concreto, Santo Tomás enseña que puede decirse que el amor benevolente acompañado de una comunicación mutua caracteriza la amistad de la caridad. Este amor benevolente requiere una mutualidad o cierta igualdad —aunque limitada— para poder ser considerada un tipo de amistad. El Catecismo define la caridad como «la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios» (CIC 1822). El Concilio de Trento identificó «la renovación interior del hombre» como resultado de la justificación. {47} En el bautismo, uno se convierte realmente en amigo de Dios, y esta amistad es la característica principal de la caridad. La reflexión cristiana sobre la caridad como amistad fue retomada de modo particular por san Bernardo de Claraval (1090-1153) y san Aelred de Rievaulx (1110-1167) antes de formalizarse en la enseñanza de santo Tomás de Aquino.
Los actos de alegría, paz y misericordia representan los actos interiores de la caridad. La beneficencia, la limosna y la corrección fraterna son los actos exteriores de la misma virtud. El amor a Dios y el amor al prójimo son dos actos de la misma virtud teologal de la caridad. Santo Tomás explica que «el aspecto bajo el cual nuestro prójimo debe ser amado es Dios, ya que lo que debemos amar en nuestro prójimo es que él sea en Dios. Por tanto, es claro que es específicamente el mismo acto aquel por el que amamos a Dios y por el que amamos a nuestro prójimo» (ST II-II, q. 25, a. 1). Por esta razón, los actos de caridad cristiana hacia el prójimo siguen siendo actos de la virtud teologal de la caridad. El objeto de tal acto de virtud teologal es Dios mismo.
El odio se opone a la caridad de modo directo mientras que la pereza y la envidia se oponen a la alegría que debemos tener en Dios y en el prójimo, respectivamente. Los actos de envidia no ofrecen ningún placer, sino que simplemente entristecen a la persona envidiosa. Muchos pecados confieren un placer pasajero, pero a la larga conducen a la infelicidad. La tristeza inmediata que acompaña a la envidia nos recuerda que, en última instancia, ningún pecado produce felicidad. La pereza y la envidia son pecados capitales o mortales ya que conducen a otra serie de vicios. Los pecados de discordia, disputa, cisma, guerra, contienda y sedición se oponen a la paz. Los pecados de escándalo se oponen a la beneficencia propia de la caridad cristiana. Los contemporáneos harían bien en recordar que el escándalo como pecado contra la caridad representa, en principio, un acto más profundamente defectuoso que los pecados contra las virtudes morales. Es decir, evitar el escándalo —y reconocer su cualidad pecaminosa— sigue siendo un rasgo esencial de la enseñanza moral católica.
El Catecismo también enumera los pecados de indiferencia, ingratitud, tibieza, pereza o acedia y odio a Dios como pecados contra la caridad (CIC 2094). Al igual que los pecados contra la fe (duda voluntaria, incredulidad, herejía, apostasía), estos actos debilitan aún más la virtud teologal a la que se oponen. Se puede comenzar con cierta indiferencia hacia la Misa u otros bienes espirituales y avanzar lentamente hacia la ingratitud por este don supremo de Dios. Con el tiempo, puede aparecer la tibieza y, finalmente, presentarse el pecado mortal de la pereza. Recordemos que la envidia se opone a la alegría que corresponde al bien del prójimo mientras que la pereza o acedia se opone a la alegría que corresponde a las cosas de Dios. La acedia, el llamado «demonio del mediodía», es el vicio capital por el que se desconoce la alegría propia del culto debido a Dios. Los monjes encontraban que el mediodía era una ocasión para ser tentados a caer en este vicio. En cualquier caso, los actos de caridad por los que un cristiano no se limita a tolerar a otro o a someterse a Dios, sino que le ama de verdad a Él y a su prójimo, constituyen el punto culminante de la vida moral cristiana.
Prudencia
Francisco II, duque de Bretaña, murió en 1488 y fue enterrado en la catedral de Nantes. Su sepulcro brinda una lección provechosa acerca de la vida moral. Desde principios del siglo XVI, los rincones de la tumba del duque han sido adornados con estatuas de las cuatro virtudes cardinales. La estatua que representa a la dama prudencia sostiene un espejo. Esta representación de lo que el Catecismo llama «la auriga de las virtudes» retrata la prudencia como el poder de examinar honestamente la propia vida (CIC 1806). {48} Muchas personas confunden la prudencia con una cierta cautela o vacilación en cuestiones morales. Por el contrario, las personas prudentes van en busca del bien con prontitud, sin vacilación ni indecisión. Los teólogos distinguen entre la prudencia en sus formas adquirida e infusa. Tradicionalmente, esta distinción se refiere a la prudencia en cuestiones naturales, juzgada según la recta razón (prudencia adquirida), a diferencia de la prudencia infusa, que tiene en cuenta la revelación cristiana o las «cosas nuevas» que Cristo introduce en el mundo. El don del consejo perfecciona la prudencia, de modo que quienes viven en Cristo y son movidos por su gracia puedan emitir juicios de modo suprahumano cuando es necesario.
Los teólogos identifican ocho partes integrales o casi integrales de la prudencia. Como parte integral de la virtud, cada una de estas partes es necesaria para el pleno ejercicio de la virtud: la memoria, el entendimiento, la docilidad, la sagacidad, la razón, la previsión, la circunspección y la cautela (ST II-II, q. 49). Para comportarse de manera prudente se necesita cierta memoria de actividades pasadas. Por esta razón, quienes carecen de experiencia en un ámbito determinado suelen tener dificultades para elegir los medios adecuados para alcanzar determinados fines. La frase «nada reemplaza la experiencia» expresa bien la necesidad de esta primera de las partes integrales de la prudencia. No es de extrañar que en la tumba de Nantes la dama prudencia sostenga un espejo. La previsión es también parte esencial de todo acto prudente. Quien actúa con prudencia tiene cierta conciencia de lo que puede resultar de su acción. Quien no tiene noción de las consecuencias que pueden seguir a sus actos, difícilmente se comporte con prudencia. Además de ser capaces de examinar con precisión su actividad pasada, quienes poseen prudencia son capaces de mirar hacia el futuro.
Las partes subjetivas de la prudencia se refieren a los diversos ámbitos en los que la virtud de la prudencia resulta necesaria. Aunque la virtud cardinal de la prudencia está plenamente presente en cada una de estas cuestiones, en realidad son temas lo suficientemente distintos como para requerir una parte distinta y subjetiva de la prudencia. Por ejemplo, la prudencia en el campo de batalla es distinta de la prudencia política o la prudencia doméstica que se necesita en el hogar. Del mismo modo, la prudencia de un pastor está relacionada con la forma singular de la prudencia episcopal que se necesita para gobernar una iglesia local a nivel diocesano, pero es distinta de ella.
La tradición afirma que los actos de prudencia se desarrollan en tres etapas. En primer lugar, se toma consejo. Se dice que este elemento deliberativo está guiado por la parte potencial de la prudencia, que hace posible una deliberación eficaz. Suele denominarse con el término griego euboulia. Quienes poseen esta parte potencial de la prudencia reconocen que, antes de emprender una acción, deben tomar el consejo apropiado y prestarle atención. Esto incluye escuchar a quienes poseen cierta sabiduría en la materia. Para los católicos, el Magisterio de la Iglesia es el consejo más sólido. Los que poseen una prudencia infusa reconocen la sabiduría de la orientación de la Iglesia en cuestiones morales. Otros no se dejan aconsejar lo suficiente o, por el contrario, se dejan aconsejar demasiado por demasiadas personas o directamente por las personas equivocadas. En segundo lugar, la prudencia requiere un juicio sensato. Los estudiosos de las cuestiones éticas distinguen entre la formulación de juicios en asuntos ordinarios y la parte potencial específica de la prudencia en la toma de decisiones relativas a situaciones extraordinarias. Esta distinción se observa en la experiencia ordinaria. Algunas personas emiten juicios razonables en asuntos ordinarios, pero no parecen poder hacer lo mismo cuando se enfrentan a retos raros o extraordinarios. También en este caso, los estudiosos de cuestiones éticas utilizan las palabras griegas synesis y gnome para designar el buen juicio en asuntos ordinarios y extraordinarios, respectivamente. Por último, la prudencia exige capacidad de mando. Esta tercera y principal parte de la prudencia no incluye las partes potenciales, ya que es el acto principal de cualquier ejercicio de la virtud de la prudencia. Tanto la indagación como el juicio no cumplen con lo que exige el acto principal de la prudencia, por lo que se consideran partes potenciales.
Justicia
De todas las virtudes que configuran una vida humana recta, la justicia es la más evidente. Hasta los niños reconocen de inmediato cuando se ha cometido una injusticia. Por su parte, Santo Tomás de Aquino declaró que todos los mandamientos del Decálogo hablan de la justicia de un modo u otro (ST II-II, q. 122, a. 1). Las cuestiones de justicia siempre implican alguna relación ad alterum (hacia otro). {49} De forma más elemental, la justicia se ocupa de las acciones dirigidas a Dios y a otras personas. Las virtudes de la fortaleza y la templanza, en cambio, involucran pasiones y no requieren necesariamente la presencia de otra persona. Los pecados contra la justicia inducen algún daño hacia otra parte y, por lo tanto, exigen restitución. Los pecados contra las virtudes de la disciplina personal (por ejemplo, la fortaleza y la templanza) no. Por ejemplo, quien se excede en la comida durante el almuerzo debe arrepentirse de la intemperancia y quizá considere practicar el ayuno como una buena práctica espiritual. Sin embargo, una persona intemperante que come en exceso en una comida no está obligada a comer menos en otra. La intemperancia en el comer no ha causado un daño en otra persona que requiera de un acto reparador. En cambio, un ladrón no solo debe arrepentirse de su fechoría, sino que también debe restituir los bienes que ha robado. Es posible, por supuesto, que uno cometa un acto intemperante o de cobardía que también signifique una injusticia hacia otra persona. Un borracho pendenciero o un soldado imprudente pueden poner a otros en peligro y es posible que les deban una restitución por la injusticia cometida contra ellos. En cuanto al Aquinate, recuerda la enseñanza de Aristóteles de que «el placer corrompe sobre todo la estimación de la prudencia» (ST II-II, q. 53, a. 6, citando Ética, vi, 5). En particular, el Aquinate identifica la lujuria como corrosiva del ejercicio de la prudencia. No es de extrañar, pues, que sean los puros de corazón a quienes se les promete ver a Dios (Mt 5:8).
La virtud de la epikeia se considera una parte potencial de la justicia. {50} La epikeia asegura que una persona sepa cuándo seguir al pie de la letra una ley positiva civil o eclesiástica sería contrario a la justicia. Un marido que se dirige en coche al hospital llevando a su mujer embarazada a punto de dar a luz actúa con justicia al sobrepasar el límite de velocidad establecido sin dejar de conducir a una velocidad prudente. En dicho caso, seguir la ley civil al pie de la letra sería contrario a la justicia. La ley civil, y en algunas ocasiones siquiera la eclesiástica, no puede contemplar todas las particularidades de la vida. La ley natural no admite tales excepciones. Por eso, quienes hacen caso omiso de las verdades de la ley natural que prohíben los actos de impureza, por ejemplo, actúan con vileza cuando afirman que la epikeia permite los actos impuros en casos difíciles. No es así.
Varias virtudes importantes aliadas a la justicia son la afabilidad, la liberalidad, la religión y la veracidad. La virtud de la afabilidad asegura las relaciones amistosas entre las personas. Esta virtud excluye tanto a la persona grosera que pelea constantemente con los demás como la lisonjera que es amistosa o íntima en exceso y con falsedad. Ambos vicios tornan difícil la amistad. El que reconoce la afabilidad como virtud se beneficia de varias ventajas. Resulta difícil incluir la afabilidad en un sistema de razonamiento moral que se basa en la obligación. La pregunta que hay que hacerse es qué merece el otro según la justicia. Por ejemplo, en las relaciones con otra persona, podemos decir que el otro merece un saludo amistoso y no una pelea física injustificada. Por otro lado, la virtud de la afabilidad recuerda que toda relación social debe regirse por la recta razón. Quienes poseen la virtud moral de la afabilidad saben instintivamente cómo llevarse bien con los demás sin ser antagonistas ni excederse en elogios o deseos de amistad.
A la virtud de la liberalidad se oponen la avaricia y la prodigalidad. Esta virtud rige el modo de repartir los bienes materiales de manera justa. Curiosamente, Santo Tomás identifica la magnificencia o munificencia como una virtud relacionada no con la justicia sino con la fortaleza (ST II-II, q. 134). En líneas generales, corresponde a la virtud de la liberalidad desprenderse del dinero con facilidad. Quienes poseen la liberalidad no son ni imprudentes en la distribución de sus bienes ni propensos a guardarlo todo para ellos mismos. Cuando se trata de grandes gastos, Santo Tomás reconoce que la virtud necesaria para comportarse bien es más parecida al coraje. En este caso, la persona magnífica o munífica sabrá administrar bien el gasto, evitando gastar demasiado o demasiado poco. Aquellos dados al vicio contrario de la mezquindad (parvificentia) no estarán a la altura del desafío de un gran proyecto. Esto vale tanto para los pastores de la Iglesia como para las personas comprometidas con proyectos seculares.
La virtud de la verdad o veracidad (ST II-II, q. 109) se interpone entre los pecados de la mentira y la revelación indiscreta de la verdad. Muchas personas contemporáneas conciben la veracidad como simplemente evitar la mentira. Sin embargo, al reconocer a la verdad como virtud moral, advertimos que debe observar un justo medio. Tanto la mentira como la indiscreción son pecados contra la veracidad. La persona veraz suele evitar tanto las mentiras como las indiscreciones. En cambio, la persona veraz comparte verdades en el momento oportuno. No toda revelación de la verdad está conforme con la verdad sobre el bien de las personas y las comunidades. La maledicencia, por ejemplo, no es una mentira per se, pero se opone de todos modos a la virtud de la verdad. No todos los pecados necesitan ser compartidos a diestra y siniestra. De hecho, en principio, los pecados son un asunto para el confesionario y no para el debate público. En el octavo mandamiento del Decálogo, el Catecismo de la Iglesia católica condena los pecados de «halago, adulación [y] complacencia» (CIC 2480). Según Santo Tomás, la persona complaciente es aquella que alaba a los otros en exceso con la intención de agradarles. Si se realiza un elogio con la intención de recibir algún beneficio personal, se dice que la persona es aduladora o lisonjera. {51}
La justicia infusa se ocupa de la edificación de la Iglesia. Mediante actos de justicia infusa, específicamente, la virtud infusa de la religión, los cristianos rinden culto al Dios verdadero y contribuyen con la edificación de la Iglesia. El don de la piedad, por el que uno se siente movido a la devoción y a otras actividades piadosas más allá de cualquier medida requerida por la ley natural o los preceptos eclesiásticos, perfecciona la justicia. Quien asiste devotamente a Misa diaria o participa en muchos ejercicios de devoción parece poseer el don de la piedad. Se puede distinguir entre el don de la piedad y la virtud de la piedad, que a su vez forma parte de la justicia, y que nos hace capaces de darles a los padres y a la patria —los principios de nuestra existencia— aquello que les corresponde.
Fortaleza
Mientras la virtud de la prudencia le da forma al intelecto práctico y la virtud de la justicia se asienta en la voluntad o el apetito racional, las virtudes de disciplina personal, fortaleza y templanza son virtudes de los apetitos de los sentidos. La reflexión sobre el lugar de estas virtudes lleva a reconocer de inmediato que la vida moral incluye algo más que la mera modificación del comportamiento externo. A través del poder transformador de la gracia, los apetitos concupiscible e irascible poseen la capacidad de transformar y elevar. Algunos pensadores voluntaristas hacen hincapié en el tipo de actividades que una persona puede realizar o abstenerse de realizar para evitar cometer una falta moral, pero después omiten considerar la importancia de cómo esa persona puede connaturalizarse con los actos buenos. Por otra parte, quienes han sido formados en una concepción de la vida moral basada en las virtudes reconocen que, aunque los actos de la voluntad pueden vencer las tentaciones contra la templanza, el apetito irascible es más difícil de controlar voluntariamente, es decir, mediante actos fríos de la voluntad. Las personas que ceden a la impaciencia, por ejemplo, necesitan el poder de la fortaleza para superar tales inclinaciones pecaminosas.
La fortaleza se refiere a la virtud moral «que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien» (CIC 1808). Como virtud moral que observa un justo medio racional, la virtud de la fortaleza excluye tanto la cobardía como la temeridad. Si bien es posible que las personas temerarias parezcan acercarse más a las valientes que las cobardes, en realidad ni la cobarde ni la temeraria vive verdaderamente la virtud de la fortaleza. Como lo explica Joseph Pieper: «La virtud de la fortaleza no tiene nada que ver con un espíritu puramente vital ciego, exuberante y temerario». De hecho, Pieper continúa: «El hombre que temeraria e indiscriminadamente corteja cualquier tipo de peligro no es valiente por tal razón; solo demuestra que, sin examinar ni distinguir previamente, considera todo tipo de cosas más valiosas que la integridad personal que arriesga por ellas» (Pieper, Four Cardinal Virtues, 124).
Dado que la fortaleza se refiere a la firmeza en las dificultades, en cualquier materia, no admite diferentes partes subjetivas. Se puede hablar de partes casi integrales o potenciales en la medida en que existen dificultades menores que la de afrontar la muerte misma. Así, la magnificencia, la confianza, la paciencia y la perseverancia son consideradas como partes de la fortaleza (ST II-II, q. 128). La magnanimidad ocupa un lugar importante en la vida cristiana, y, de un modo particular, en la vida sacerdotal. A esta importante virtud se opone, por una parte, la pusilanimidad o cierta pequeñez del alma. Este vicio se resiste irrazonablemente al movimiento hacia las cosas grandes u honorables. Se necesita magnanimidad para acometer grandes obras. En el otro extremo, esta virtud de la magnanimidad se opone a los vicios de la ambición, la presunción y la vanagloria. Las personas ambiciosas buscan las recompensas de las cosas honorables sin desear lo grande por sí mismo. Las personas presuntuosas, en este contexto, albergan deseos más allá de cualquier evaluación razonable de sus capacidades. Los que pecan por vanagloria creen erróneamente que son totalmente responsables de sus logros. Tales personas no reconocen que todo bien que realizan se origina en Dios.
La formación de sacerdotes requiere una tutela en la magnanimidad. Puesto que las virtudes están conectadas y no pueden vivirse por separado (ST I-II, q. 65, a. 1), las personas verdaderamente magnánimas también sobresalen en humildad. Para cumplir con su sagrada misión, los sacerdotes necesitan desear hacer grandes cosas por Dios. No pueden conformarse con lo fácil o lo pequeño. La verdadera humildad, una parte potencial de la templanza, no exige que se eviten las tareas grandes o importantes. Al contrario, la persona humilde cumple las tareas que se le asignan, especialmente las que le asigna una autoridad eclesiástica legítima. Así, un sacerdote magnánimo acepta con alegría los encargos difíciles o que requieren un sacrificio más profundo de su parte.
El sacramento de la unción de los enfermos guarda una relación especial con la virtud de la fortaleza. La duda y la desesperación que a menudo acompañan la enfermedad grave y la muerte inminente requieren una solución divina. El sacramento de la unción de los enfermos proporciona este remedio divino. Al unirse al apetito irascible, esta unción une al cristiano enfermo y moribundo a la Cruz de Cristo. Al hacerlo, el miedo que puede acompañar tal sufrimiento es unido a Cristo. Una persona bautizada recibe este remedio sanante en el apetito sensible irascible. {52} Así como el sacramento del matrimonio da a los cristianos la gracia de soportar con serenidad las cargas de la vida matrimonial, de la misma manera la unción de los enfermos proporciona un aumento de fortaleza para soportar la carga particular de la enfermedad y la proximidad de la muerte. {53}
Templanza
Las representaciones artísticas de la virtud de la templanza suelen mostrar a la dama templanza refrenando el movimiento violento por medio de una cuerda o brida de cadena en una mano y una regla en la otra. Es cierto que la templanza implica un movimiento de contención del apetito concupiscible por medio de una medida. La virtud de la templanza asegura que se consuma la cantidad adecuada de comida o bebida o disfrute de la medida razonable de placer sexual dada la variedad de experiencias y situaciones humanas. Para algunas personas, la medida correcta de placer sexual es cero (por ejemplo, los sacerdotes célibes). A su vez, se podría interpretar erróneamente que la templanza solo ejerce este efecto restrictivo sobre el apetito humano. De hecho, la templanza para algunas personas podría significar la virtud por la que consumen más comida o bebida o abandonan una concepción falsa del carácter nocivo del placer de los sentidos. En definitiva, la templanza asegura la justa medida moderando el apetito de los sentidos, manteniendo un equilibrio entre los extremos.
Los teólogos y estudiosos de las cuestiones éticas identifican como partes integrales de la templanza la honestidad (honestas) o decencia y la vergüenza (verecundia). Mediante estas virtudes necesarias, las personas moderadas se inclinan hacia el bien honesto y se alejan de los placeres vergonzosos. Por ejemplo, una persona que posee la templanza por medio de la parte integral de la vergüenza huirá instintivamente de las muestras de impureza. Una persona poseída de la mera continencia podría abstenerse de actos impuros. Sin embargo, un sentido bien desarrollado de la castidad también incluye un sentido de la vergüenza, un movimiento apetitivo de alejamiento de las expresiones impuras. Incluso las personas moderadas pueden reconocer un bien como deseable sin desearlo realmente. Se podría reconocer cognitivamente que el consumo de comida o bebida o la práctica de actos sexuales conllevan un cierto placer sin llegar a realizar un movimiento que se entregue a tales actos de inmoderación. La templanza en estas partes integrales significa que, sin necesidad de mucho razonamiento discursivo, la persona se mueve hacia los bienes y se aleja de los males. Entre las personas que poseen la virtud de la templanza existe una connaturalidad hacia la justa medida del placer de los sentidos.
Las partes subjetivas de la templanza suelen identificarse como la abstinencia, la sobriedad y la castidad, dependiendo del objeto del acto virtuoso. En cada caso, estas partes subjetivas se refieren a una materia única y a un objeto suficientemente distinto. Los abstemios con la comida no siempre son igual de sobrios con la bebida. Aunque están relacionados en el sentido de que la virtud cardinal de la templanza gobierna la moderación de ambos placeres, la comida y la bebida son lo suficientemente distintas como para requerir una parte subjetiva distinta de la templanza que gobierne las actividades relacionadas con estos objetos distintos. La virtud de la sobriedad se ocupa de las bebidas embriagantes y la virtud de la abstinencia de los alimentos ordinarios. En ambos casos, debe tenerse en cuenta que, a pesar de usarse en ese sentido, la abstinencia y la sobriedad no indican evitar por completo la comida o la bebida, sino el consumo moderado de ambas. Para algunas personas y ciertamente en algunas circunstancias, la medida correcta de bebida es cero. Sin embargo, en los hechos ordinarios, la virtud de la sobriedad se refiere a la capacidad de asegurar la justa medida de bebida en una circunstancia determinada.
Varias partes potenciales entran dentro de la templanza por diversas razones. La continencia (ST II-II, q. 155) se refiere a la capacidad de abstenerse habitualmente de comportamientos impuros o de otro modo inmoderados, pero sin la facilidad, prontitud y alegría que caracterizarían a la persona abstinente, sobria o casta. Las personas continentes no tienen todavía un apetito sensible lo suficientemente ordenado para elegir connaturalmente la medida justa de un bien que conduce a un placer sensorial. Las personas con apetitos sexuales profundamente desordenados, aunque se abstengan habitualmente de actos incontinentes, no son por ello necesariamente castas. La plena virtud de la castidad, a diferencia de la continencia, requiere un apetito rectamente ordenado y una cierta facilidad en el ejercicio de la virtud. {54}
Otras partes potenciales de la templanza son la mansedumbre, la humildad y la estudiosidad (ST II-II, q. 157, 161, 166). Estas virtudes no cumplen con los requisitos de la definición de la virtud cardinal de la templanza, ya que se ocupan de moderar bienes distintos de los placeres sensoriales de la comida, la bebida y el sexo. Sin embargo, cada virtud desempeña el papel importante de moderar la pasión de la ira, el deseo de alabanza y el deseo de conocimiento, respectivamente. En cada caso, se trata de un deseo que, cuando se modera, es para bien. Cada una de estas virtudes bajo consideración son virtudes morales, lo que significa que observan un justo medio. La insensibilidad o el estoicismo, el desprecio de sí mismo y la negligencia en el estudio se desvían de la medida adecuada que la recta razón exige en orden a la virtud. En el otro extremo, la ira destemplada, el orgullo y la curiosidad sobrepasan la medida. Una falsa humildad que excluya la magnanimidad, por ejemplo, pasaría a ser un exagerado desprecio de sí mismo y, de hecho, no cumple con lo que exige la virtud de la humildad. Ello es porque la verdadera humildad refrena el deseo de alabanza sin dejar de permitir que una persona desee la excelencia.
Como hemos dicho, la transformación en Cristo hecha posible por la gracia santificante conlleva más que modificar la conducta o cumplir con ciertos deberes o prácticas religiosas. Los cristianos no buscan simplemente evitar ciertas actividades o comprometerse a realizar otras. Más bien, una transformación plena en Cristo por medio de Su Espíritu permite vivir «en Cristo Jesús» (Gal 3:26). Los dones del Espíritu Santo constituyen un elemento esencial de la persona humana transformada que «vive en Cristo». El Catecismo de la Iglesia católica describe los dones del Espíritu Santo como «disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo» (CIC 1830). El profeta Isaías declara que, de la estirpe de Jesé, el ungido poseerá «un espíritu de sabiduría y de inteligencia, un espíritu de consejo y de fortaleza, un espíritu de ciencia y de temor del Señor, y su delicia será el temor del Señor» (Is 11: 1-2), lo que prueba que estos dones son de origen bíblico.
Cada uno de los siete dones del Espíritu Santo perfecciona el ejercicio de una u otra de las virtudes teologales o morales. Incluso en el ejercicio de las virtudes morales infusas, la medida sigue siendo algún bien humano, mientras que con los dones, el creyente es asumido en Cristo que actúa en él y por él (Gal 2:20). {55} Uno no puede, por un mero acto de la voluntad, simplemente decidir vivir según los dones del Espíritu Santo. Como su nombre indica, los dones son hábitos mediante los cuales se puede responder al instinctus del Espíritu Santo. Hacen al hombre dócil a los impulsos de Dios. Por ejemplo, los dones del Espíritu Santo responden a la pregunta de cómo Dios concede las palabras oportunas para hablar en situaciones difíciles (Mt 10:19). {56} El dominico tolosano Michel Labourdette (1908-1990) escribió el artículo clásico sobre los dones del Espíritu Santo en el Dictionnaire de Spiritualité («Dons du Saint-Esprit», 1610-35). En esta entrada, atribuye al dominico portugués Juan de Santo Tomás (1589-1644) el haber desentrañado las complejidades de la dinámica de los dones. {57}
Los dones del Espíritu Santo pertenecen a los justos. Es decir, se reciben en el bautismo, se fortalecen en la confirmación, se pierden con el pecado grave y se restauran en el sacramento de la penitencia. Como explica el papa León XIII, «[E]l que vive la vida de la gracia divina y actúa por medio de las virtudes adecuadas como por medio de facultades, tiene necesidad de esos siete dones que se atribuyen propiamente al Espíritu Santo. Por medio de ellos el alma es provista y fortalecida para obedecer más fácil y prontamente su voz e impulso» (Divinum Illus Munus, 9). Por medio de los dones, el creyente individual es capaz de responder a la moción divina para acoger un bien particular, ya sea en el orden práctico o especulativo. En pocas palabras, los dones configuran la forma de amar de los cristianos.
La tradición teológica católica asocia cada don a una virtud particular. Así, la fe se perfecciona mediante los dones del entendimiento y la ciencia. Por medio del entendimiento, el fiel puede penetrar en los misterios de la fe con profundidad. Por esta razón, un creyente no instruido pero devoto comprende intuitivamente la virginidad perpetua de la Santísima Virgen María. Incluso sin muchos razonamientos discursivos o jerga teológica, por medio de este don, el creyente comprende la virginidad de Nuestra Señora. De modo análogo, mediante el don de la ciencia, el creyente llega a conocer los bienes del mundo creado a la luz de la fe y se da cuenta intuitivamente de cómo utilizarlos para el bien.
El don del temor de Dios perfecciona tanto la virtud teologal de la esperanza como la virtud moral de la templanza. La razón es clara: el temor de Dios aleja de aquellas cosas que podrían comprometer la promesa del Cielo. Los excesos del placer de los sentidos —es decir, los pecados de intemperancia— son un ejemplo evidente de los actos que una persona movida por el temor de Dios evitaría. Por ejemplo, el temor de Dios permite huir instintivamente de las manifestaciones de impureza. Este temor incluye tanto el temor al castigo (temor servil) como el temor a ofender al buen Dios, nuestro Padre celestial. Esta última expresión es, propiamente hablando, el temor filial. El temor de Dios ayuda a la virtud de la esperanza, permitiendo que los movidos por este don se aferren a la promesa de la recompensa celestial.
El don de fortaleza perfecciona la virtud moral del mismo nombre. Los teólogos distinguen entre actos de fortaleza adquirida, fortaleza infusa y el don de la fortaleza. En cada caso, una persona comienza o continúa buscando algún bien —natural o sobrenatural— a pesar de una dificultad presente. La persona no busca el desafío por sí mismo, pero su presencia tampoco disuade a quien busca el bien de adherir a él. En el caso de la fortaleza infusa, el bien que se aspira a obtener ha sido revelado por Dios (por ejemplo, el bien de la Iglesia). De manera similar, el cristiano aspira a obtener un bien natural (por ejemplo, el bien del Estado-nación), pero a través del poder de la gracia de Dios otorgada en la virtud infusa. En cambio, los actos bajo la influencia del don de fortaleza adquieren un carácter más divino que humano. Estos actos caen bajo la influencia de la gracia de manera sobreabundante. Se caracterizan por una ligereza o una fuerza sobrehumana. Viene a la mente el valor de los mártires que se burlaban de sus perseguidores o bromeaban con los transeúntes. Tales personas han caído bajo la influencia de los dones del Espíritu Santo y demuestran en tales casos la presencia del don de fortaleza.
Como ya se ha explicado, la justicia se perfecciona con la piedad. Quienes se entregan a prácticas de devoción que exceden cualquier medida requerida (períodos prolongados de adoración eucarística, por ejemplo) manifiestan la presencia de este don de piedad. La prudencia se ve favorecida por el don de consejo. El consejo, más que otorgar nueva información, produce una connaturalidad con el bien. Quien posee el don de consejo sabe intuitivamente cómo afrontar situaciones difíciles sin necesidad de razonamientos discursivos ni de excesivas consideraciones racionales. El consejo pone de manifiesto que los dones son, en gran medida, una realidad suprarracional. El padre Romanus Cessario explica que «el don de consejo no otorga nueva información» como si fuera una descarga de datos. {58} En cambio, el don de consejo permite al cristiano aprender cómo comportarse en una variedad de circunstancias según el modo de «connaturalidad». El papa Juan Pablo II se refirió a este modo de conocimiento en Veritatis splendor cuando escribió que «el conocimiento de la ley de Dios en general es ciertamente necesario, pero no es suficiente: lo que es esencial es una especie de “connaturalidad” entre el hombre y el verdadero bien» (64). El pasaje contiene una nota que remite a la enseñanza de Santo Tomás sobre la connaturalidad en relación con el don de la sabiduría (ST II-II, q. 45, a. 2). Por último, el don de la sabiduría perfecciona la caridad misma, modelando el modo de amar de los santos. Santo Tomás explica que para los creyentes «el resultado de la sabiduría es hacer dulce lo amargo, y el trabajo un descanso» (ST II-II, q. 45, a. 3). {59}
En junio de 2022, la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos promulgó la sexta edición del Programa de Formación Sacerdotal de los Estados Unidos de América. Tras la recepción de la recognitio de la Santa Sede, este documento gozó de la fuerza de la ley en las diócesis de los Estados Unidos. El texto exige que los seminaristas en proceso de formación para las diócesis estadounidenses estudien teología moral a la luz de la encíclica moral de 1993 de Juan Pablo II. El Programa de Formación Sacerdotal dice: «La teología moral debe enseñarse de manera que se inspire profundamente en la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio, en particular en Veritatis Splendor» (331). Esta misma instrucción indica que la enseñanza de la teología moral debe basarse en la enseñanza de Santo Tomás de Aquino e «ilustrar que el fin último de los actos humanos movidos por la gracia es la bienaventuranza a la que Dios nos llama: una participación en la vida de la Santísima Trinidad». {60} En otras palabras, la Iglesia desea que los futuros sacerdotes reciban una instrucción moral que evite tanto una casuística reductiva como un laxismo relativista. Los futuros sacerdotes merecen toda la amplitud de la sabiduría de la Iglesia en materia moral.
Los católicos, al igual que otras personas, buscan orientaciones específicas sobre temas morales concretos. Existen muchos manuales de este tipo, especialmente del período preconciliar, que sirven a este propósito. {61} A la vez, es necesario asegurarse de que no se pierda de vista la visión global de la vida moral, tal como se expone en Veritatis splendor. La acción humana, bajo el influjo de la gracia, las virtudes y los dones, dispone al hombre para Dios, su fin último. Las verdades afirmadas por el Magisterio de la Iglesia a lo largo de los siglos presentan correctamente la vida moral como inductora de felicidad y no como una restricción de la libertad. Los confesores y los que ejercen el cuidado de las almas hacen bien en instruir a quienes les están confiados acerca de la vida moral según esta visión plena del esplendor de la verdad de Cristo.
[Traducido del inglés por Jeannine Emery]